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EXILIO
Sergio Pitol es literatura en estado puro, es decir, literatura plagada de impurezas. Esa feliz impresión la volvió a corroborar el otro día en su discurso de recogida del premio Cervantes. Fue un deslavazado recorrido por la infancia, los libros, los maestros, los viajes, el mismo autor del Quijote y los preceptivos tópicos oratorios de la gratitud hacia quienes le hacían entrega de su título. Pero no fue una alocución de circunstancias. Contuvo algo que quizá debería aparecer en todos los discursos de escritores pronunciados en situaciones semejantes: el recuento de las influencias, gustos y afinidades que han ido forjando su escritura. No sin ese humor suyo tan peculiar, empezó recordando la doble deuda de infancia contraída con su abuela y con el paludismo. La primera le inculcó el gusto por leer durante horas sin levantar la vista del libro; gracias a la enfermedad que le acompañó desde los cuatro años, a los doce ya había devorado a Verne, Dickens, Stevenson y parte de los clásicos rusos. Y a partir de ahí el discurso sacó a pasear nombres tan diversos como imponentes. Unos, los más, de autores leídos. Otros, de personas que le avivaron su vocación literaria mediante el magisterio y la conversación. Es llamativo que, junto a Alfonso Reyes y Borges, Pitol destacara en esta labor de buen pupilaje a unos hombres ajenos a la historia literaria como el catedrático de derecho Manuel Pedroso y el traductor Aurelio Garzón. Ambos españoles. Ambos exiliados. Del primero sabíamos algo porque Carlos Fuentes –también discípulo suyo en la universidad- no pierde ocasión de declarar que a él le debe su afición a las letras. De Garzón, ni siquiera eso. Apenas son nombres escondidos en el índice onomástico de algunos libros de memorias, notas a pie de página en obras que casi nadie lee. Quien haya disfrutado de la obra de Pitol podrá pensar que se trata de dos personajes de poco relieve engrandecidos por la erudición del mejicano y tal vez fruto de su tendencia a conceder a la imaginación tanto crédito como a la realidad. Pero nadie pone tanta pasión sólo para halagar al auditorio. Si Sergio Pitol colocó en el altar de su discurso a Martínez Pedroso y a Garzón no fue por cubrir la cuota de adulación al país que le daba el premio. El siglo XX y sus infortunios dejaron en América las huellas de una España peregrina repleta de grandes hombres y mujeres casi anónimos como estos dos. El buen Pitol sabía que, exceptuando unas cuantas figuras supervivientes del olvido, el exilio español sigue siendo el gran desconocido de nuestra cultura compartida a ambas orillas del Océano. Por eso pronunció un discurso impuro, pura literatura para la emoción y para la historia.
Publicado en El Correo, 23.4.06 (Día del Libro) y El Norte de Castilla, 26.4.06.
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2006-04-24 15:31 | 0 Comentarios
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