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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Esclavos de las indiscreciones

    Publicado en la sección 'Relaciones humanas', de El Correo, 1.6.05, y en Sur, 6.6.05


    Savinien Petit: Anciano pidiendo silencio.


    Quien confía sus secretos a otro hombre se hace esclavo de él, sentenció Baltasar Gracián. Una de las posesiones más delicadas del ser humano son sus secretos: no sólo las acciones inconfesables cuya difusión revertiría en oprobio o vergüenza para quien las ha cometido, sino también otras circunstancias, hechos o situaciones que por cualquier razón queremos mantener ocultas al conocimiento ajeno. Desde el momento en que las dejamos salir de su reserva, por mucha confianza que nos inspiren aquellos en quienes las depositamos, ya no nos pertenecen. Escapan a nuestro control. A veces los que más nos quieren son los primeros en traicionar el secreto, pues la indiscreción no conoce afectos ni compromisos. Como dijo Benjamin Franklin, «tres personas pueden guardar un secreto, siempre y cuando dos de ellas estén muertas».

    A todo el mundo le gusta que le cuenten historias. Lo malo es que a muchos también les agrada contarlas, aunque puedan causar perjuicios a los protagonistas del hecho. Unas veces el afán de dar un cuarto al pregonero y propalar las intimidades ajenas se debe a la simple incontinencia verbal, a esa verborrea sin control característica de personalidades irreflexivas o narcisistas que disfrutan oyéndose a sí mismas o sabiéndose el centro de la atención de sus oyentes. En esta situación, el hablador infatigable pierde el sentido de la discreción porque al embriagarse de palabras no es capaz de medirlas.

    Sabemos que no por el hecho de conocer algo de una persona tenemos licencia para divulgarlo. La cadena del secreto confiado no debe tener más que dos eslabones: el del confesor y el del confesado. A partir de ahí, toda prolongación incurre en el abuso, en la falta de respeto y en la apropiación indebida. Es cierto que ese imperativo de reserva deja de tener efecto en determinados casos ―un daño grave a terceros, salvar una vida―, pero son situaciones extremas e infrecuentes que no quitan fuerza a la norma.

    Una de las causas del comportamiento indiscreto radica en la tendencia creciente a la banalización de la información. La vida privada de las personas se ha convertido en una mercancía más o menos valiosa según la cotización que los afectados alcancen en la caprichosa bolsa de la actualidad. El chisme ya no es una bajeza propia de los patios de vecindad, sino el pan de cada día en espacios televisivos y revistas de color. Entrometerse en la vida de los demás y contar sus intimidades ha adquirido tanto prestigio como el que ha perdido el sentido de la discreción, tan tenido en cuenta por nuestros antepasados. En otro tiempo, ser el depositario de un secreto ajeno suponía una responsabilidad gigantesca. En nuestros días, apenas un ligero compromiso que se puede quebrantar por capricho o por negligencia sin que eso haga perder el sueño a quien lo rompe.

    La discreción es una virtud silenciosa que alcanza su excelencia no sólo cuando calla, sino cuando no da indicio alguno de poseer información reservada. Muchas de las imprudencias que cometemos al hablar provienen del prurito de darse importancia haciendo ver que sabemos algo especial que no alcanza al conocimiento de la mayoría. Ha habido indiscreciones históricas que no se han cometido en actos de lesa traición ni en compraventas de alto espionaje, sino en charlas informales, en conversaciones intrascendentes, en tertulias de desocupados. Y es que no hay peores enemigos de la discreción que la vanidad y el descuido. Alardeando de saber lo que otros no saben, acabamos contándolo para no quedar como mentirosos, aunque eso suponga quedar como traidores. Hablando más de la cuenta se nos escapan cosas que creíamos guardadas bajo siete llaves.

    La vulneración de la confianza, como escribe Javier Marías en ‘Tu rostro mañana’, viene también de no respetar la circunstancia en que llegó a nosotros tal o cual conocimiento. Un momento de debilidad, una noche de borrachera, un episodio de dolor pueden desatar la lengua de alguien que en otra situación no habría abierto su corazón tan de par en par. Como no ha habido pacto previo de silencio, el oyente no se considera obligado a mantener la reserva. Pero es aquí precisamente donde se pone a prueba el verdadero discreto: el que respeta la intimidad ajena aunque ésta le haya sido desvelada sin exigencia de secreto.

    Muchas de las relaciones que hoy consideramos sólidas pueden volverse mañana frágiles; las amistades pueden pasar a enemistades; las afinidades de intereses, a oposiciones. Ante tan incierto porvenir de los vínculos, ¿habrá que renunciar a la sinceridad y no contar nada a nadie que mañana pueda usar esas palabras en nuestra contra? No. Simplemente bastaría con tener presente qué cosas pueden dañar a aquellos de quienes conocemos algo privado, y en consecuencia tener la gallardía de no pretender sacar provecho de ellas.

    José María Romera
    1 junio 2005

    La cita

    «La sinceridad es de cristal; la discreción es de diamante» (André Maurois)

    Reflexiones

    «La discreción tiene su mérito; pero en dosis demasiado fuertes puede resultar fatal» (Paul Auster)

    «Cállate o di algo mejor que el silencio» (Pitágoras)

    «El hombre indiscreto es una carta abierta: todo el mundo puede leerla» (Chamfort)


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