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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    PISCINA

    Juro que vi una procesión de fieles caminando con gesto devoto y notable unción hacia el santuario donde se oficiaban los ritos del culto estival; un fervor unánime hacía tabla raza de las diferencias de estado y condición en aquel río humano, imprimía vigor a los pies desfallecidos, ponía alas a los lerdos y aliviaba los sopapos repartidos con prodigalidad por un sol de justicia. Qué otro sol iba a ser. La basílica estaba abarrotada, los cuerpos se hacinaban en ese increíble desafío de las leyes físicas que la prensa del pelotón y las crónicas taurinas han dado en llamar «un lleno hasta la bandera», y, a pesar de los sofocos, las lipotimias y otros percances igualmente propios de esta clase de amontonamientos, una suerte de sobrenatural resignación, y yo diría que hasta de inexplicable jovialidad, ahuyentaba toda sombra de desasosiego o destemplanza. En aquel pandemónium de toallas, hamacas y bolsos tendido sobre la hierba la parroquia gozaba, no cabía duda. La liturgia había dado comienzo al punto de la mañana con la llegada de los más madrugadores de los fieles. Para cuando el grueso del pelotón hizo entrada en el atrio del sacro recinto, previa espera en las colas pertinentes, los más adelantados ya se hallaban en pleno trance. Había señoras jamonas embadurnándose la charcutería con brochazos de crema hidratante, padres abrahámicos ofreciendo en inmolación sus tiernas criaturitas al dios Sol, catecúmenos de piel lechosa sumergiéndose indecisos en la pila bautismal donde otros más expertos braceaban sin miramientos entre la flota de cuerpos anfibios, quinceañeros chillones correteando por el borde de la piscina hasta encontrar un hueco donde echar a chapotear su esqueleto. En suma, todas las variantes posibles del culto heliolátrico: mortificaciones, abluciones, lubrificaciones, sofocaciones y, faltaría más, canciones de verano dispensadas sin desmayo por la megafonía. Ráfagas de olor a pollo a l’ast y panceta a la parrilla se alternaban con aromas corporales de diverso origen, al tiempo que los escasos árboles del recinto amagaban un leve susurro de hojas en movimiento para acto seguido volver a su quietud de columnas graníticas. Juro que, al caer la tarde, vi cómo aquellas almas satisfechas y purísimas desandaban el camino llevando a rastras unos cuerpos magullados, carbonizados y hechos trizas después de la expiación. A pesar de la fatiga, sus rostros iluminados despedían un brillo de inconmovible credulidad y daban testimonio de ese sosiego interior e inefable que sólo los elegidos han llegado a alcanzar. La ola de calor les había dado una buena oportunidad de reafirmarse en sus valores. Para que luego digan que en este mundo ya no queda fe.

    Publicado en El Correo, 5.8.06
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    2006-08-15 20:40 | 0 Comentarios


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