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PARQUES
El verano, buena época para visitar parques zoológicos. De pequeños apenas teníamos la posibilidad de ver fieras enjauladas, salvo cuando llegaba un circo a la ciudad. Luego se fueron creando instalaciones estables, amplias y bien provistas de las más variadas especies a donde todos hemos ido alguna vez en peregrinación familiar. En uno de estos lugares, hace años ya, un elefante introdujo la trompa por la ventanilla abierta de mi coche en actitud zalamera, detalle que habría sabido apreciar si previamente el proboscidio se hubiese sometido a una operación, aunque fuese somera, de aseo personal. Aquella mezcla de flujos corporales, arena y restos de heno masticado que me depositó en la mejilla me hizo tomar en lo sucesivo algunas cautelas en mis contadas pero instructivas visitas a zoológicos. Desde entonces me limito a observar las fieras a prudente distancia sin pretender ninguna forma de confraternización con seres tan imprevisibles. E incluyo entre ellos a dromedarios, cacatúas y tortugas, por muy dóciles e inofensivos que parezcan. No por ello dejo de admirarlos. En momentos de misantropía tiendo a creer que, si el bípedo implume adquiriera algunos hábitos sociales del gorila o se animara a hacer uso de al menos esa pizca de raciocinio que se le atribuye al chorlito, otro gallo nos cantaría. El reino animal ofrece ricas enseñanzas a los humanos. Por eso me cuesta entender la manía moderna de llenar los zoológicos de norias, toboganes, máquinas voladoras, montañas rusas y otros artilugios de feria ideados por el diablo para descalabrar a la infancia. Si se ha decidido llamar a estos espacios «parques temáticos» -neologismo cuyo origen y sentido escapan a mi corto entendimiento- será porque todos y cada uno de sus elementos tienen el factor común de un tema, un asunto, una estructura semántica coherente y monográfica, por así decirlo y ustedes disculpen la pedantería. En otro tiempo, cuando el lenguaje no era pasto de imaginaciones calenturientas, a estos centros de diversión se les llamaba recintos feriales o parques de atracciones. De ese modo todo tenía cabida en ellos, desde el tiro de pichón hasta la casa de los horrores. Después de ver al chimpancé ejecutando las preceptivas monerías, uno viajaba en el tren de la bruja no sin antes haber alegrado el estómago con una docena de churros o una manzana blindada de caramelo, y todo eso sin necesidad de preguntarse sobre el hilo conductor de su argumento. La gracia de un parque de atracciones está en que carece de identidad conceptual y uno entra en él sin otra obligación que la de pasar un buen rato. En cambio a un parque temático parece que se va a tomar apuntes. Supongo que eso explica el abultado precio de las entradas.
Publicado en El Correo, 15.7.06, y en El Norte de Castilla, 16.7.06.
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2006-07-31 18:05 | 1 Comentarios
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