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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    LA TRIBU

    El día en que la familia abandonó la aldea, su abuela le había dado unos pocos consejos: Vas a un país desconocido. Aún eres muy pequeño, pero debes comportarte como si fueras adulto. Haz lo que tus padres te han enseñado. Respeta a los mayores, sé amable con la gente y usa siempre las palabras con el máximo tacto. Sobre todo, cumple las órdenes de tus maestros porque de esa manera podrás entender el mundo que te espera. Tal vez encuentres dificultades por ser distinto, pero ten la certeza de que al final las vencerás si no te enemistas con las personas y si les concedes el regalo de tu simpatía. La anciana le había hablado con la voz del instinto de supervivencia, pero también con esa vieja sabiduría que se adquiere en el trato humano. En el momento de la despedida ella era consciente de ser el último eslabón de una cadena a punto de quedar rota para seguir un curso desconocido en tierras lejanas, al otro lado del mar y las montañas. Cuando a los pocos días el niño se instaló en su nueva casa e ingresó en la nueva escuela, lo primero que tuvo presente fueron aquellas palabras. En realidad no necesitó hacer ningún esfuerzo de memoria. Esos consejos formaban parte de su naturaleza y de su personalidad, eran una especie de bagaje cultural que llevaba grabado a fuego en el cerebro. Si al tomar el ascensor coincidía con alguna persona, le cedía el paso cortésmente. Saludaba dando los buenos días y las buenas tardes por sistema aunque se extrañaba de que a menudo los otros no respondieran o lo hicieran con un hosco bufido. Tampoco entendía muy bien por qué sus compañeros de clase soltaban carcajadas cuando él se ponía en pie para responder a las preguntas del profesor, por qué los conductores no respetaban los pasos de cebra, por qué cierta gente se saltaba la cola en la panadería, por qué en la tele todo el mundo decía hostia e hijoputa y en cambio casi nadie decía gracias y por favor. A los siete años es mejor no hacer preguntas y limitarse a observar. Pocos meses después, aquel niño había experimentado ciertas transformaciones en su comportamiento. El primer aviso vino cuando una vecina informó a su madre de que el chico, junto con otros de su edad, se dedicaba a atemorizar a los más pequeños en el parque del barrio. Los informes de la escuela empezaron a ser negativos: aparte de ganar el concurso de escupitajos en el patio, su vocabulario había perdido mucho en colorido y ganado más de la cuenta en palabrotas. Su madre supo entonces que en el camino de los avisos de la abuela se había cruzado otra advertencia más efectiva: «A donde fueres, haz lo que vieres». Y recordó, abatida, un proverbio de su tierra: «Para educar a un niño hace falta toda la tribu».

    Publicado en El Correo, 10.6.06, y El Norte de Castilla, 11.6.06.
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    2006-06-13 10:00 | 0 Comentarios


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