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ATLETA
El nuevo año se ha empeñado en aparecer con cara de pocos amigos. Y lo ha hecho desde el primer momento, sin deponer su actitud ni un instante hasta el día de hoy. Ahí tienen ustedes las cifras de muertos en su propia casa a manos de sus seres no sé si queridos u odiados, y a eso se suman los despanzurrados en el asfalto, y los asesinados sin mediar palabra por haber tenido un leve descuido en un semáforo o por no calcular las distancias al dar marcha atrás. Pero déjenme que mire a otra tragedia de este enero desalmado. Hablo de la muerte de un deportista. Un corredor aficionado al que se le sublevó el corazón mientras participaba en el cross de Larraga. Roberto Ezpeleta no es el primero en caer fulminado haciendo atletismo de fondo. Por cada millón de practicantes de esta actividad que ganan en salud y en calidad de vida, hay tres o cuatro infelices que lo pierden todo sin previo aviso, súbita, absurdamente. Y en el caso de Roberto Ezpeleta habría que añadir que sarcásticamente, pues la carrera en la que participaba era el Cross de Reyes. Los Magos le dejaron el peor de los carbones. Hay algo de desconcertante y de macabro en estas coincidencias. Últimamente las carreras populares del solsticio invernal han ido adquiriendo un simbolismo más allá de lo festivo. Es como si todos esos
sansilvestres desafiaran la impertinencia del tiempo, como si las legiones de hombres y de mujeres que se calzan las zapatillas bajo la lluvia y el frío estuvieran conjurando la vertiginosa fugacidad de la vida. El sonido de las doce campanadas representa el triunfo del tirano; el pistoletazo de salida en los cross es, por el contrario, una invocación a la salud y a la longevidad. En las carreras populares de fin y principio de año, al igual que en los saltos desde los puentes de Mostar o sobre las aguas frías del Tíber, hay una especie de alegría vitalista que anima a empezar con esperanza el nuevo ciclo. Son ritos animosos de
carpe diem para contrarrestar la evidencia del
tempus fugit. De ahí que la muerte en carrera de un corredor de fondo produzca la impresión de un desorden cósmico incomprensible. En las arenas del Sahara también se ha dejado la vida otro deportista. Iba en moto, se llamaba Andy Caldekott y era profesional. Tanto los
fonderos como los
moteros son deportistas hechos de una pasta especial, con un mundo aparte en cada caso, lo que se dice una filosofía particular. Los amigos de falsos consuelos se refugian en eso diciendo que Ezpeleta y Caldekott murieron haciendo lo que más les gustaba. Como si así les devolvieran la vida. Como si así absolvieran al destino de sus imperdonables fechorías.
Publicado en Diario de Navarra, 14.1.06
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2006-01-15 12:32 | 2 Comentarios
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Hermosa figura literaria para designar algo imprevisto y letal: "Se le sublevó el corazón".
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