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TESTIGO
La entrega del premio Nobel a un literato lleva aparejada una serie de trámites y ceremonias, unas agradables y otras no tanto, que las instituciones y el propio distinguido procuran sobrellevar con decoro. Me imagino, por ejemplo, la incomodidad de muchos de los galardonados al vestirse de pingüino, pero lo hacen sin rechistar por respeto al auditorio y a la circunstancia. Tampoco para la otra parte debe de ser muy gozoso soportar las manías de algunos premiados en materia de selección de invitados, de caprichos de hotel o de bailables en el acto de gala, asuntos éstos en los que poetas y novelistas tienden a ser muy suyos. La historia del Nobel está repleta de anécdotas con aprietos protocolarios felizmente resueltos en su mayoría, como corresponde a un premio de tan larga trayectoria como alto renombre. La proverbial frialdad del temperamento nórdico hace el resto. Si un premiado bebe más de la cuenta, se firma un pacto de silencio y asunto concluido. Si alguien saca los pies del tiesto en su discurso de recogida, se pone cara de póquer y al final se aplaude sin entusiasmo pero con brío. Y aquí paz y después gloria. Lo que no se puede pretender de un premio Nobel de Literatura –que equivale a un premio de pensamiento libre- es que, por el hecho de ser reconocidos con él, los escritores se abstengan de manifestar su opinión acerca de la literatura, de la política internacional o del efecto invernadero si les place. Harold Pinter es un dramaturgo que ni en sus dramas ni en sus ensayos y artículos ha ocultado nunca una honda preocupación social. Ha sido asimismo una de las voces de protesta más ruidosas contra la intervención estadounidense en diversos países y, más recientemente, en la invasión de Irak. El premio Nobel le ha llegado justamente cuando todavía colean los efectos de aquella infausta actuación de Bush y los suyos, insistentemente desautorizada por nuevas revelaciones de diplomáticos, de militares y de medios de comunicación. En estas circunstancias, lo raro habría sido que Pinter se limitara a hablar de la comedia isabelina, de la cuarta pared o de las técnicas brechtianas de distanciamiento. El
discurso que envió a Estocolmo grabado desde la sima de su cáncer, con un aspecto nada saludable pero con la mirada enérgica, contenía un duro pero certero alegato contra la mentira política y contra el abuso de los fuertes, especialmente representado por EE UU y extensivo también a su propio país. Y eso ha molestado. Los mismos que premiaron a Pinter por hablar claro en la escena le reprochan ahora que haya sido coherente fuera de ella. Quizá sea la confirmación de un doble acierto: el de su elección como premiado y el de los términos de su discurso.
Publicado en El Correo, 11.12.05
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2005-12-13 15:57 | 6 Comentarios
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Comentarios
1
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De: Delfín |
Fecha: 2005-12-14 16:22 |
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Sobre lo mismo, una certera columna de F. L. Chivite aquí.
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Traducción española del discurso de Pinter aquí:
http://firgoa.usc.es/drupal/node/24005
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De: Delfín |
Fecha: 2005-12-15 10:40 |
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Muchas gracias a ti y a Beatriz. Una traducción perfecta. Buen trabajo.
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4
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Valioso el texto de Pinter que nos facilita José Ángel.
(El pingüino lo cambió Gabriel García Márquez por un liqui-liqui, traje elegante en tierras calurosas como Aracataca, aunque ahí no lo usen porque es la miseria en persona.)
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De: César |
Fecha: 2005-12-19 21:14 |
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En la tribuna de Estocolmo, los escritores tienen una oportunidad de oro para decir lo que piensan y verlo difundido a todo el mundo. Además, una vez entrados en la inmortalidad, ¿qué les impide decir lo que piensan?
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