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COFRADÍA
El proceso de comunicación de un libro no empieza en el autor y acaba en el lector satisfecho o defraudado. En el camino queda un sinfín de intermediarios, de seres benéficos sin cuyo concurso no habríamos llegado a ser lo que somos porque quizá nunca hubiéramos tenido noticia de esa novela o ese poemario que tanto apreciamos. Los teóricos de la transmisión literaria se ocupan mucho de ciertos mediadores como los críticos, los profesores o los libreros. Olvidan sin embargo a los principales difusores del libro, aquellos que un día nos insinuaron un nombre o un título, o nos comentaron que habían leído tal o cual libro con placer, o azuzaron nuestra curiosidad al citar de paso la historia contada en un volumen que acababan de terminar. El olvido tiende a simplificar las cosas. Nos hace creer que eso que llamamos con orgullo nuestra «cultura literaria» es el fruto de una instrucción regulada, cuando no de un criterio propio gestado con la matemática de los procesos rectilíneos. Todo lo contrario. La mayoría de los libros a los que uno regresa con asiduidad o que descubre con alborozo, los libros que han penetrado en nuestra conciencia y en nuestro gozo, los libros cómplices en cuya lealtad nos cobijamos los días grises, no nos fueron recomendados en la escuela ni en los suplementos literarios. Uno gusta de acercarse a su biblioteca y mirarla de otra manera. Se entretiene en recordar la biografía de cada libro y distinguir cuál fue comprado por compromiso o rutina, cuál llegó ahí por imperativo de su oficio, cuál proviene un regalo tan bienintencionado como fallido y cuál, en fin, esconde el nombre, el día y la hora feliz de un acertado consejo. Estos son los buenos. No los abrimos esta vez: los conocemos de sobra. En lo que se demora la conciencia es en el recuerdo de aquel buen samaritano que, acaso sin saberlo, nos abrió la ventana a un paisaje nuevo. Conviene practicar este ejercicio de gratitud y desprenderse de la errónea idea de que el hallazgo nos pertenece. Hubo alguien antes. Siempre hay antes alguien que permanece prendido en la memoria del libro casi con tanta fuerza como su autor. Pudo ser un hermano, un amigo, un confidente, incluso un desconocido librero con quien apenas si mantuvimos un par de conversaciones. A ellos, criaturas del azar en el azaroso discurrir de la vida, debemos el privilegio del festín que vino después. Forman una cofradía tan secreta que muchos ya desaparecieron de nuestro círculo. No sabemos qué fue de ellos, acaso nunca los volvamos a ver, pero hay días en que la biblioteca nos los trae a la memoria y entonces nos invade un agradecimiento muy parecido al que inspiran los viejos maestros de escuela de nuestra infancia.
Publicado en El Correo, 7.8.05
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2005-08-09 21:55 | 4 Comentarios
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Comentarios
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Muy bonito el post; cierto que ocupando el mismo espacio que la biblioteca está la otra dimensión de la biblioteca, esa historia de cada libro que sólo conoce quien ha reunido la biblioteca... Por cierto, que esos buenos consejos que dices que nos hacen descubrir un libro tienen ahora en los blogs un espacio casi ideal para difundirse.
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2
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De: JMR |
Fecha: 2005-08-10 15:54 |
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Tienes razón: las bitácoras serían muy bien cauce para el "boca a oído", incluso como expresión alternativa de la crítica literaria. Eso creía yo, pero me ha sorprendido el reducido número de 'blogs' que se ocupan de ello y más aún la escasa respuesta que encuentran. Se conoce que el medio no lo favorece.
Sin embargo, en el ámbito anglosajón son relativamente abundantes, e incluso ya hay 'bloggers' que emplean sus bitácoras literarias como un pequeño negocio: hacen publicidad de los libros que les envían las editoriales. O sea, tan 'independientes' como los suplementos literarios de nuestro país. Yo dejé de colgar aquí mis 'Notas de lectura' cuando alguien me insinuó que recibía algo a cambio, pese a que con frecuencia hablaba de libros viejos o descatalogados.
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3
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De: Anónimo |
Fecha: 2005-08-11 08:52 |
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Pues no lo entiendo, sinceramente... Me refiero a que se pueda pensar que recibes algo a cambio por cuatro líneas -o diez, o veinte- que dedicas a un libro que te ha gustado. Que digo yo que lo de Ignacio Echevarría versus Bernardo Atxaga no pasa todos los días.
Me gustan los libros que, aparte de la historia que me cuentan, me regalan otras muchas que me ocurrieron mientras los leía: tengo la costumbre de anotar la fecha del día en que los compro o me los regalan, y la del día en que los comienzo a leer. Y si mientras tanto sucede algo digno de mención, aunque sea instrascendente para el resto de los mortales, lo apunto en la página en la que me encuentro. Lo que no hago nunca es dejar constancia de cuando los he terminado de leer. Es como si les diese puerta, como si los metiese en un ataud ficticio... Manías, :-D
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