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LA ISLA
Hay una superstición según la cual todos los golpes de fortuna traen consigo sus correspondientes reveses. Los creyentes en ella temen a los premios de la lotería porque les presagian una grave enfermedad, y si atraviesan una etapa de bonanza sentimental se muestran cariacontecidos en el convencimiento de que más tarde o más temprano se llevarán un soponcio de órdago. Este concepto compensatorio de la vida tiene también su cara optimista, la que proponen refranes como «cuando una puerta se cierra, otra se abre» o «después de la tempestad viene la calma». Debe de saber mucho de ello Tony Blair, seguramente el político más vapuleado por el destino en lo que llevamos de siglo. Un día se despierta con trompetas jubilosas y al siguiente tiene que cargar con la fatalidad. Tan pronto se le aparece la Virgen como le crecen los enanos, sin término medio. Blair no olvidará fácilmente este mes de julio que empezó trayéndole el regalo de la elección de Londres como sede de los Juegos Olímpicos del 2012. Pero al día siguiente y en plena euforia esa misma ciudad sufrió uno de los peores atentados terroristas de la historia reciente, y a punto estuvo de repetirse la tragedia dos semanas después. Por si los sobresaltos fueran pocos, poco más tarde la policía británica asesina a balazos a un indefenso electricista brasileño amparándose en la sospecha de que podía tratarse de uno de los autores del atentado. Y, cuando la sangre del muchacho todavía chorreaba en los periódicos, aparecen los portavoces del IRA declarando su adiós a las armas tras treinta años de violencia y horror. Demasiadas peripecias para un primer ministro. No me gustaría estar en el lugar de su cardiólogo, aunque vista la respuesta de su organismo –al de Blair me refiero- a este zarandeo hay que suponer que disfruta de un corazón a prueba de bomba. Duro sí lo tiene, eso lo sabíamos desde la malhadada reunión de Las Azores y nos lo han recordado sus declaraciones a propósito del brasileño asesinado. Tan duro, que parece haberlo heredado de Margaret Thatcher. Pero más resistente aún deben de tenerlo los propios ingleses. Arthur Rubinstein decía de ellos que eran el mejor público del mundo, porque siempre aplaudían incluso cuando el pianista tocaba bien. Ahora el pianista ha disparado sobre el inocente y a cambio recibe una ovación. Y es que en la tan cacareada disputa entre libertad y seguridad los ciudadanos británicos se han revelado menos liberales de lo que suponíamos. Blair, el hombre de hierro, está apunto de conquistar entre los suyos el título de primer estadista del globo. Decididamente, tenía razón Novalis cuando observaba que no solamente Inglaterra, sino cada inglés es una isla.
Publicado en El Correo, 31.7.05
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2005-07-31 20:34 | 1 Comentarios
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Comentarios
1
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De: José Angel |
Fecha: 2005-08-10 10:02 |
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Cierto que Blair parece el digno heredero de Thatcher más que de Michael Foot... pero eso sí, lo hace con una sonrisa. ¿Será esa la combinación adecuada de izquierda y derecha?
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