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PLACAS
Publicado en El Correo, 12.6.05
Una de las cosas más admirables de los franceses es su interés por las reliquias, muy por encima del valor que conceden a las obras de los hombres y las mujeres a quienes pertenecieron. París está plagado de
tiendas de antigüedades, bazares y chamarilerías donde se amontonan objetos de todas clases, todos ellos nimbados de cierta aureola de inmortalidad artística. Una pluma que acompañó a Balzac, un reloj donde Baudelaire miraba pasar el tiempo, una carta escrita por Léautaud alcanzan, además de un valor prohibitivo, el prestigio de las alhajas que miramos extasiados con la ilusión de tener delante a sus pasados dueños. La manía recordatoria alcanza también a otros seres que no dejaron rastro en la memoria, seres confundidos en el río de la insignificancia pero a quienes alguien quiso perpetuar con una placa en la fachada de la casa donde nacieron o murieron. «Aquí residió Fulano. Funcionario», lee el paseante no sin cierta
perplejidad. Son esas cosas que «durarán más allá de nuestro olvido», como anotó Borges, y «no sabrán nunca que nos hemos ido». Este culto a las reliquias ¿es verdaderamente un signo de lealtad cultural? Tantas estatuas, medallas,
inscripciones, autógrafos, muebles y hasta ropas de gente ilustre o de gente cualquiera ¿representan alguna forma superior de estima a lo pasado? No lo creo. Sobre todo en el caso de los artistas, a quienes las reliquias empequeñecen más que engrandecen. El fetichismo hacia las cosas que alguna vez fueron dominio de alguien tiende a engendrar una forma hipócrita de abandono y de caricatura. Atrapados por la fascinación del decorado, renunciamos a la obra. Decía Julio Ramón Ribeyro que las reliquias le deprimían y las obras le exaltaban. Por eso pocas veces visitaba las «
casas del artista», fueran
Balzac, Beethoven o Rubens, de quienes prefería la compañía de sus libros, melodías o pinturas. Sólo la presencia de sus dueños dota a las cosas de significación. Sin ellos, los objetos personales no llenan ningún vacío sino que lo acrecientan y lo distorsionan. En la mirada de algunos de estos comerciantes de artículos viejos he visto un brillo de respeto muy parecido al de los guardas que velan ermitas milagreras. Pero los más tratan las reliquias como simples mercancías, y con ello acentúan el aroma de ausencia, de frustración y de ruina que desprenden las antigüedades. Sea en un refinado establecimiento de la
Rive Gauche, sea en una polvorienta prendería de Montmartre, las reliquias parecen despojadas de sentido, y sus antiguos dueños reducidos a un angustioso y obsceno sello de marca. Por eso es consolador encontrar, a la vuelta de la esquina de un boulevard, una placa que reza con sarcasmo: «
Aquí no pasó nada».
12 junio 2005
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2005-06-13 12:12 | 1 Comentarios
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