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UNA FELIZ MEDIANÍA
Publicado en El Correo, 2.2.05, El Norte de Castilla, 4.2.05, y Sur, 7.2.05
Ilustración de Martín Olmos
Empezamos a ser conscientes del valor de la mediocridad cuando anteponemos la cultura de la felicidad a la cultura del éxito
Dos reclamos de signo opuesto tienen desconcertado al hombre de hoy. De una parte le llegan continuas exhortaciones a la lucha, la competencia y la búsqueda del éxito en cualquiera de sus abundantes y no pocas veces engañosas imágenes. De otra, por el contrario, todo parece conjurarse para desacreditar la grandeza y la superioridad: nadie en democracia vale menos que nadie y por tanto lo preferible es mantenerse en un discreto segundo plano, no destacar, confundirse entre la masa y seguir la corriente general. Vivimos condicionados por fuerzas opuestas: el impulso vencedor y la tentación gregaria. Tan pronto nos instigan para ser los primeros, los mejores, los únicos, como recibimos la orden tácita de permanecer quietos si es que queremos salir en la foto.
No obstante, entre la excelencia y la mediocridad siempre saldrá triunfante la primera. Los niños aprenden desde la escuela que han de disimular sus aptitudes ante los demás compañeros para evitar ser cargados con el ominoso sambenito de empollones, pero al mismo tiempo adquieren la conciencia de participar en una carrera cuya medida la dan las calificaciones y los títulos. Tal vez esos niños eviten destacar en los estudios, pero buscarán otras notas elevadas (otras formas vicarias de excelencia) en el liderazgo de cuadrilla o en el campo de fútbol. Quizá sus padres crean estar quitándoles un peso de encima al decirles que no esperan de ellos que sean los primeros de la clase, pero acto seguido les insinuarán que deben destacar en algo: «No nos importa que seas albañil, si eso te hace feliz, pero entonces aspira a ser el mejor albañil».
Antes muertos que sencillos, pues. Una de las principales causas de esa dolencia del individuo contemporáneo llamada insatisfacción es el descrédito de la mediocridad. No hay que quedarse atrás, nos dicen. Es preciso colocarse a la cabeza, sea en lo que sea. La cultura del éxito va creando infinidad de fórmulas para el triunfo más allá de las formas clásicas de éste (es decir, la promoción profesional, el reconocimiento social o la fortuna económica). Pero a pesar de la aparente ampliación de posibilidades, la gran mayoría de hombres y mujeres que ansían tener sus minutos de gloria en la televisión o convertirse en portada de semanario llegarán al fin de sus días sin haber visto los laureles ni en caricatura.
Aunque solo fuera por esa razón, se hace necesaria una reivindicación de la medianía, no entendida como resignación en el fracaso sino como conformidad serena con lo que cada uno es y con aquello que cada uno tiene. Los sabios clásicos despreciaban los extremos, y entre ellos el exceso de ambiciones. Proponían como modelo ideal de existencia la «aurea mediocritas» horaciana, esto es, la dorada mediocridad de quien alcanzaba un estado de equilibrio interior basado en el menosprecio de riquezas y honores. Como escribía Séneca en sus ‘Cartas a Lucilio’, «Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo».
Y es que la palabra «mediocridad», tan devaluada hoy por sus connotaciones negativas, era en origen un término distinguido, emparentado con «lo que está en el medio», es decir, de lo moderado, lo equilibrado, lo armónico. Ese valor perduró hasta el siglo XVII, con su exaltación barroca de los extremos, declinó definitivamente con el Romanticismo del XIX, y así hasta nuestros días. Lo mediocre pasó a ser sinónimo de vulgar, anodino o vacío.
El error de partida consiste en pretender reducir a la persona a una sola dimensión. Tanto puede ser la estatura como la fuerza física, el tamaño del currículum vitae como la velocidad de cálculo matemático, la marca de nuestro automóvil como el puesto en el maratón. Una dimensión que permita compararla con las demás, forzándola a rivalizar con ellas en ese punto preciso. Todos somos mediocres en casi todo, excepto en aquello que nos hace íntimamente distintos y únicos, y que es donde merece la pena esforzarse. Cada uno lleva dentro de sí más riqueza de la que normalmente cree, y a la que merece la pena atender tal como proponían los versos de Quevedo: «Reina en ti propio, tú que reinar quieres / pues provincia mayor que el mundo eres». Cuando se nos obliga a competir para alcanzar un supuesto éxito que nos saque del adocenamiento, en realidad se nos está despojando de lo mejor de nosotros mismos, extrañándonos de nuestro reino particular.
Empezamos a ser conscientes del valor de la mediocridad cuando anteponemos la cultura de la felicidad a la cultura del éxito. No se trata de renunciar a lo más alto, sino de considerar que esa meta no es la única ni por el hecho de llegar a alcanzarla nos va a colmar de dichas. Saborear lo cotidiano, lo simple, el presente y lo que tenemos al alcance de la mano no es signo de renuncia, sino de sabiduría. Si para lograr la excelencia en alguna actividad hay que pagar el peaje de la tristeza o del fracaso en otros ámbitos de la vida, conviene hacer un alto en el camino y preguntarse antes si no será mayor la pérdida que la ganancia. Dicho en otras palabras, hay que aprender para alcanzar el éxito, pero también es preciso aprender a no triunfar para así ser felices.
2 febrero 2005
La cita
Es curioso ver cómo la excelencia adopta a menudo formas sencillas, mientras que las formas sencillas suelen ser consideradas señales de mediocridad (Giacomo Leopardi)
Reflexiones
La grandeza muestra su altura prefiriendo las cosas medianas a las eminentes (Montaigne)
Vencerse a uno mismo en pleno triunfo es triunfar dos veces (Publio Siro)
Si todo en este mundo fuera excelso, nada lo sería (Denis Diderot)
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2005-02-07 01:00 | 3 Comentarios
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