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LA FIAMBRERA
Publicado en Diario de Navarra, 5.2.05
Si alguna cosa ha producido en cantidad el siglo XX, además de guerras y algunos notables hallazgos científicos, es idolatrías de carne y hueso. El individuo medio de otros tiempos apenas conocía los nombres de su monarca y del arzobispo, y sólo si pertenecía a las clases ilustradas también llegaba a identificar a un reducido manojo de escritores y artistas coetáneos suyos. Debido tal vez al cine y la televisión, hoy cualquiera tiene miles de altarcitos particulares dedicados a sus famosos. Infinidad de cantantes, deportistas, actores, poetas, gobernantes, príncipes o banqueros pueblan nuestros sueños, convertidos en pequeños o grandes iconos de la época. No es extraño, pues, que cada día haya algún ilustre fallecimiento de alguien conocido y eso nos produzca la errónea sensación de estar viendo morir a más gente que nunca. Los periódicos previsores y las grandes cadenas de radio y de televisión han creado un mecanismo anticipatorio consistente en ir haciendo de antemano las necrológicas, los reportajes funerarios y las crónicas retrospectivas para que el desenlace no les coja de sorpresa. Basta con que el personaje dé las primeras muestras de flaqueza e ingrese en el hospital por un achaque propio de la ancianidad. Otros, más precavidos todavía, añaden a la lista todas las celebridades que sobrepasan la edad ordinaria de jubilación aunque estén hechos unos pimpollos. Todo este material queda almacenado en una especie de limbo que el humor negro ha dado en llamar «la fiambrera». Da un poco de repeluzno pensar en esa lóbrega región informativa y sobre todo en sus frecuentadores, tipos necesariamente siniestros o quizá grises y apocados como aquel buen
Pereira de la novela de
Tabucchi. Pero más dentera produce todavía suponer, sin mucho riesgo de equivocarse, que a más de uno le estén escribiendo versiones y versiones, sucesivamente corregidas, de las mismas notas fúnebres cada vez que cae enfermo o entra en el quirófano. Es como si embalsamaran el cadáver y éste se obstinara en resucitar para volver a morirse en falso, y así hasta exasperar a los redactores. Conozco un caso en que el difunto logró sobrevivir a tres o cuatro de sus necrólogos. Al día siguiente de su muerte auténtica resultaba muy inquietante estar leyendo elogios salidos de unas plumas de ultratumba. En fin, no hace falta decir nombres. Pueden imaginar ustedes quiénes tienen hecho ya su suplemento especial desde hace años, pero entre sobresalto y sobresalto siguen burlando a la muerte y, lo que tiene aún mayor mérito, jugando al escondite con nuestras crueles previsiones periodísticas.
5 febrero 2005
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2005-02-05 01:00 | 3 Comentarios
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Comentarios
1
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De: Delfín |
Fecha: 2005-02-05 21:17 |
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Ya sé que la ilustración no es de muy buen gusto, pero no me he podido resistir a sacarla de esta tremenda página, que no necesita comentarios.
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