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RESTOS
Publicado en Diario de Navarra, 8.1.05
Todavía llegan al buzón felicitaciones atrasadas. No siempre es culpa de los carteros. Muchas de ellas vienen a deshoras porque a deshoras las ha mandado el remitente, tras caer en la cuenta de su olvido al recibir tu tarjeta. O es que a su secretaria se le amontonó el trabajo en su momento y no pudo cerrar todos los sobres a tiempo. El caso es que en este goteo anacrónico las cartas han perdido su vigencia, y no valen mucho más que cualquier folleto con anuncios de rebajas. Son restos del confetti festivo que arrastran la gastada melancolía de todas las resacas. Y más ahora, cuando los viejos christmas carecen ya de todo atractivo. La devaluación de las tarjetas empezó con los listados automáticos pasados por el ordenador e impresos en series voluminosas. Los más holgazanes vieron en aquel invento la fórmula mágica para abstenerse de escribir dos líneas e incluso de estampar la firma de su puño y letra. Fue el principio de una burocracia felicitatoria que a estas alturas ya ha suplantado casi del todo la vieja caligrafía personalizada. Sólo con ver el sobre, uno ya sabe si para quien lo manda es un sentido deseo o un simple trámite, si alguien se ha acordado de él o si su recuerdo se ha trasladado del corazón a la base de datos. Hay un caballero de ringorrango, propietario de dehesas y viñedos meridionales, que todos los años sin falta me manda su abrazo de cartulina. Aunque mi memoria es flaca y mis amistades numerosas, tengo la absoluta certeza de no haber cruzado jamás palabra o saludo con este señor. Mas por alguna rara razón mis señas obran en sus archivos, y esa casual circunstancia me hace acreedor de un envío anual, seguramente en una lista de varios miles de felicitados por vía automática. Dicen las noticias que en la primera hora del año se enviaron 14 millones de mensajes por teléfono móvil, y que si no hubo más fue debido a la saturación de las líneas. Lo que no cuentan es que muchos de esos mensajes contenían un texto idéntico. El felicitador de turno lo escribía una sola vez –cuando no lo copiaba de unos cursis repertorios que circulan por ahí- y, con sólo pulsar botoncitos, lo lanzaba a unas decenas de destinatarios sacados de la agenda del propio teléfono. Es el correlato tecnológico de la otra perversión en papel: la pereza y la desidia disfrazadas de cortesía. Total, que al final nadie sabe a quién ha escrito o ha llamado, ni de quién ha recibido parabienes, ni a qué limbo de puras apariencias han ido a parar todos estos simulacros de afecto, pobres y pálidas imitaciones de lo que en otro tiempo fue una hermosa costumbre llena de sentido.
José María Romera
8 enero 2005
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2005-01-09 01:00 | 2 Comentarios
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