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DECENCIA
Publicado en El Correo, 5.12.04
El rechazo que provocan los textos de
Sánchez Ferlosio no es debido a sus opiniones, sino a su aparente oscuridad. Entiéndaseme: en literatura hoy se tiende a considerar oscuro todo aquello que sobrepasa la dimensión del balbuceo, la simpleza del léxico coloquial, la velocidad de la frase fulgurante. Espero no parecer fatuo si digo que a mí Ferlosio me parece justamente todo lo contrario: un escritor diáfano, transparente. Cierto es que más de una vez me ha obligado a usar el diccionario, y suele ocurrirme con sus textos que, tras dejarme arrastrar a lo largo de un párrafo inacabable, debo desandar el camino y empezarlo de nuevo tras estancarme en un meandro de sus hipotaxis. Pero esto no es oscuridad, sino rigor. No es barroquismo, sino respeto a la precisión. Bien está que el premio Cervantes se haya fijado esta vez en un escritor que dice abominar de la literatura, hasta de la suya propia, tan laureada, tan bendecida por el canon literario. Su repudio de la literatura es de índole moral: le exaspera que una cosa hecha con palabras se ponga al servicio de la ambigüedad, de la cosmética, de la música. El lenguaje tiene como deber primero –nos recuerda- ajustarse a la realidad de la que habla, ir pegado a sus referentes. Si para ello es preciso emplear períodos largos y enrevesados, se hace. Recuerdo entre otros muchos un artículo de Ferlosio, allá a finales del siglo pasado, ocupado de argumentar contra quienes aseguraban que el tercer milenio comenzaría el 1 de enero del año 2000. Para desmontar las razones de semejante disparate recurría el autor de ‘El Jarama’ a toda clase de argumentos históricos, cronológicos y matemáticos. Apelaba a citas de autoridad. Razonaba del derecho y del revés poniendo sus pruebas en el papel y desmontando punto por punto las de sus oponentes. En total, más de dos mil palabras, varias de ellas en latín clásico, por cierto. No era un alarde de erudición innecesaria. No era el desahogo paranoico de un pleiteante picajoso. Esta clase de ensayos y de artículos –al igual que los pequeños ‘pecios’, su contrapunto- constituyen auténticos monumentos al intelecto. La escritura así considerada se convierte en una obra de ingeniería que, lejos de ahuyentar a los buenos lectores, les rinde un doble respeto: de una parte, les hace sentirse partícipes de un festín para la razón y para el lenguaje; de otra, no les somete a esa obscena modalidad del halago moderno consistente en tomarlos por tontos echándoles de comer lugares comunes y banalidades pirotécnicas. Una vez leída cualquiera de sus piezas, se podrá estar o no de acuerdo con la tesis. Pero, hable de lo que hable, siempre deja el buen regusto del idioma empleado con decencia. De las palabras restituidas a su propia dignidad.
José María Romera
5 diciembre 2004
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2004-12-05 01:00 | 1 Comentarios
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