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TRADUCTORES
Publicado en Diario de Navarra, 30.10.04

Nada más enojoso al lector que una traducción desleal. El azar me ha llevado a un libro olvidado en las baldas subalternas de mi biblioteca. Era obra de un autor a quien últimamente leía en otras ediciones más amistosas pero menos adecuadas a mi propósito de ahora: pasar por el escáner unas cuantas páginas. El tipo de letra y el tamaño de la página servían mejor a mi propósito, y nada me invitaba a recelar de una versión avalada por una editorial de campanillas. Cuál no sería mi sorpresa cuando empecé a topar con galicismos insoportables, tiempos verbales antojadizos, y lo que es peor: ver alterado el sentido de frases cuyo original no admite confusión alguna. Sé que el libro todavía corre por ahí, y, lo que viene a ser peor, cada cierto tiempo es lanzado en esas ofertas de quiosco que prometen servir lo más selecto de la literatura universal. Me he acordado del dicho italiano «Traduttore, traditore». Es una sentencia injusta. Conozco traductores parsimoniosos que toman su oficio con un escrúpulo casi puritano. Cuando traducen a un contemporáneo, se cartean con él, lo marean a preguntas meticulosas, saltan de un diccionario a otro en busca del último matiz de una locución, regresan sobre lo escrito una y otra vez, y todo ello para percibir después unas retribuciones que harían reír a los peones de albañil. Su cultura literaria es abrumadora, y también sigilosa: no suele vérseles en las presentaciones de libros ni sus nombres –mucho menos su labor- se resaltan en los suplementos literarios. Una buena traducción tiene el magnetismo de la aventura acabada. El héroe ha sorteado el muro de las lenguas, ha navegado por gramáticas ignotas y sorteado léxicos oscuros de otro país literario y luego, en su regreso a esa Ítaca que es la traducción, ha creado otra pieza de arte. Ahora que tanto se discute sobre las humanidades, convendría recordar que los primeros en recibir el nombre de Humanistas, los más acreditados en la sociedad cultural del Renacimiento, tenían como menester principal el de traducir a los antiguos. Al hacerlo unían en una sola actividad la lectura y la escritura, que son los dos polos del globo literario. Escribir un mal libro no es delito, porque en el pecado suele ir la penitencia. Pero traducir a remo y vela, con insolencia, con desgana, puede traer consecuencias funestas para el escritor que dijo otra cosa y para el lector que recibe una caricatura en lugar de una copia. Que algunas editoriales porfíen en reeditar versiones diabólicas con tal de ahorrarse unos míseros euros es un ultraje al segundo oficio principal de las letras: el de los maestros traductores.
José María Romera
30 octubre 2004
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2004-10-31 01:00 | 2 Comentarios
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Comentarios
1
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De: Mizar |
Fecha: 2004-11-01 14:19 |
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Como traductor profesional, este relato me ha llegado al alma. Nuestro trabajo suele ser reconocido en contadísimas ocasiones y sólo se suele hablar de los trujamanes para quejarse de traducciones chapuceras, lo cual es tremendamente injusto.
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