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MEMORIA: ¿LASTRE O PRIVILEGIO?
Publicado en "El Correo", el 21.04.04
La memoria es uno de los bienes más preciados que nos han sido dados a los humanos. Gracias a ella interpretamos el mundo y construimos nuestra biografía; estar vivo es, en cierto modo, evocar lo que fuimos. La acumulación ordenada de recuerdos construye nuestra identidad, y aparte de eso nos suministra recursos para pensar, sentir y actuar. No sólo se trata de una capacidad: es también un conductor de valores que nos permite llevar la dirección de nuestros afectos y reconocimientos hacia aquellas personas o cosas con las que nos sentimos vinculadas. Como dijo George Sand, la memoria es el perfume del alma. Sin memoria, la persona sería una tabla rasa carente de raíces conscientes, abandonada a la intemperie del presente y a la incertidumbre del futuro.
De ahí que la pérdida de memoria, especialmente cuando se alcanza cierta edad, sea considerada un signo de decrepitud a veces más lacerante que la decadencia meramente física. Quienes la padecen, si son conscientes de sus olvidos, temen que éstos sean anticipos de un declive irreversible que no sólo les conduzca a un final indecoroso, sino que les prive de esa conciencia del Yo que aportan los recuerdos. El tiempo nos transforma, pero nuestro ser es el mismo siempre; confiamos a nuestra memoria la custodia de esa narración que hemos ido construyendo para reafirmarnos en lo que hemos dado en llamar la propia personalidad. Si en ese relato empiezan a desaparecer episodios, personajes, lugares o cosas, nos invade un inquietante sentimiento de discontinuidad y, junto con él, de orfandad.
Aunque con frecuencia las fallas de memoria avisan de enfermedades degenerativas, la medicina especializada en personas mayores advierte de que no todo es Alzheimer o demencia. El consumo de ciertos fármacos, la fatiga, la depresión o una nutrición inadecuada pueden provocar trastornos benignos de memoria que no forzosamente preludian un mal de mayor magnitud. Puede tratarse, simplemente, de una marca más de la edad. Por eso la primera medida en caso de sospecha es ponerse en manos de los médicos. En estas situaciones, la responsabilidad de los seres próximos obliga a no caer ni en la resignación fatalista ni en la alarma infundada.
Es cierto que el envejecimiento medio de la población nos va a ir familiarizando cada vez más con diversas manifestaciones del deterioro mental; pero también aumentará el número de personas mayores que, bien tratadas y aconsejadas, consigan prolongar su vida sin graves mermas de conciencia.
La unidades de memoria que empiezan a extenderse en hospitales y centros especializados avanzan considerablemente en tratamientos paliativos y, sobre todo, en la enseñanza de métodos y técnicas de “entrenamiento” para combatir el olvido. No se trata sólo de compensarlo escribiendo listas, siguiendo rutinas o colocando las cosas siempre en un mismo lugar. Hay ejercicios, físicos y mentales, que ayudan a mantener la actividad neuronal en buen estado: desde el ajedrez hasta los crucigramas, el uso de los ordenadores, la lectura asidua o el aprendizaje de idiomas.
Pero, con todo y con eso, conviene preguntarse si no habremos sobrevalorado el papel de la memoria en detrimento de otras capacidades intelectuales, mentales y afectivas que la edad no necesariamente mengua. Recordar es bueno, pero nuestro cerebro es selectivo y a cualquier edad conserva y borra experiencias. “De toda la memoria sólo vale –escribió Machado- el don preclaro de evocar los sueños”. No por el hecho de mantener almacenado un gran número de datos de nuestro pasado reciente o lejano somos personas más plenas.
En su relato “Funes, el memorioso”, Jorge Luis Borges recrea la figura imaginada de un campesino, Ireneo Funes, capaz de recordar el más mínimo detalle de todo cuanto veía y vivía, o había leído en los libros. Su cerebro era una enciclopedia de pormenores inmediatos e indelebles que iban desde diversos idiomas hasta el color y la forma de cada moldura de un edificio. Pero sospechaba el narrador que Funes “no era muy capaz de pensar”. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer, dice Borges. Ya lo había señalado ante Nietzsche: “Muchos no llegan a convertirse en pensadores porque su memoria es demasiado buena”. Funes era un rehén de su prodigiosa memoria repleta de árboles que le impedían ver el bosque.
Cuando la pérdida de memoria no incapacita para las actividades necesarias, en lugar de alarmarse es bueno aceptarla como tributo del tiempo que, a cambio, otorga otros beneficios. Bien mirado, una vejez que carga con el peso abrumador de toda la biografía pasada puede llegar a convertirse en un saco de nostalgias, cuando no de información fútil almacenada como en el disco duro de un ordenador. Ha habido grandes escritores que, en la última vuelta del camino, dejaron escritas sus mejores reflexiones debido a que la bruma de los detalles se había despejado de su mente para dar paso a la visión global, desprendida e irónica de la existencia. Todos somos un poco como aquellos lotófagos de los que habló Homero, quienes al comer la hoja del loto perdían la conciencia de lo vivido. Al fin y al cabo, la memoria también puede ser un lastre en el pesado equipaje que nos acompaña en la vida. Y hay olvidos que son privilegios.
2004-04-22 01:00 | 3 Comentarios
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Comentarios
1
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De: d33p |
Fecha: 2004-04-22 18:12 |
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no somos más que la información que hemos almacenado en nuestro cerebro.
genial la frase de george sand.
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