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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Tapar las vergüenzas



    En otro tiempo, los reos de ciertos delitos eran expuestos al escarnio público sujetos a cepos y picotas, o se les paseaba por plazas y calles embadurnados de pez y emplumados a fin de que las gentes se mofaran de ellos. Tales castigos eran considerados a veces más severos que las condenas físicas a las que ponían un añadido infamante. Y es que la vergüenza, en cualquiera de sus formas, puede llegar a ser uno de los sentimientos más dolorosos que experimenta el ser humano.

    Todos hemos sentido alguna vez el deseo de ser tragados por la tierra al cometer un error cualquiera o al ser sorprendidos en una situación comprometida. «Pasamos vergüenza» cuando la turbación y el sonrojo nos dominan o queda al descubierto alguna tacha o carencia que quisiéramos mantener ocultas. Sucede porque de algún modo quedamos desnudos ante los ojos de los demás. Y esa desnudez real o metafórica pone de relieve nuestras limitaciones, nuestra inferioridad, esa parte de la condición humana que en última instancia nos delata como seres grotescos y ridículos.

    Algunos especialistas consideran que la vergüenza es un sentimiento positivo, gracias al cual nos mantenemos dentro de unos márgenes fuera de los cuales nuestros comportamientos podrían llevarnos al conflicto con las normas sociales o con los preceptos morales. Si no fuéramos capaces de ruborizarnos en determinadas situaciones o ante determinados hechos, tal vez perderíamos la conciencia de nuestros límites razonables. Así entendida, la vergüenza estaría actuando como una especie de mecanismo útil de alarma, de autocontrol y de sociabilidad. Como explicó Friedrich Hebbel, «la vergüenza delimita en el hombre los confines internos de las culpas. Donde empieza a avergonzarse empieza su más noble yo».

    En el polo opuesto se sitúan las concepciones psicoanalíticas de la vergüenza entendida como una manifestación perversa de los sentimientos de culpa. Andrew P. Morrison, autor de La cultura de la vergüenza. Anatomía de un sentimiento ambiguo (ed. Paidós) la relaciona con un conjunto de desórdenes psicológicos y problemas emocionales de todo tipo que derivan de la baja autoestima o abocan a ella. Sería, pues, un trastorno paralizante que, lejos de ayudarnos en el crecimiento personal, reduciría nuestras posibilidades como personas.

    Hay algo de innato y algo de adquirido en todos los mecanismos de la vergüenza. El hecho de que se manifieste en determinadas expresiones físicas más o menos universales (el rubor, el desvío de la mirada, las manos tapando la boca o parte de la cara, el movimiento incontrolado de párpados, etc.) induce a pensar que, aunque haya personas más vergonzosas que otras, el sentimiento es consustancial a la naturaleza humana. Pero al mismo tiempo la vergüenza acomete con más facilidad a personas que han sido educadas en medios donde abundan los tabúes y las restricciones. En este sentido, no es descabellado suponer que los estados intensos y continuados de vergüenza guardan una relación directa con la falta de libertad y con la formación puritana o exageradamente rigurosa.

    Sin embargo no parece que haya unas personas más vergonzosas que otras, salvo en casos extremos o patológicos. Lo más frecuente es que varíen los agentes provocadores de vergüenza; dicho de otro modo, se puede ser extravertido, abierto y natural ante determinadas realidades que ruborizarían a los demás y sin embargo comportarse de forma retraída ante otras situaciones que no causan la menor incomodidad a otros. Un nudista no se despoja de la vergüenza, sino de la ropa; fuera de la colonia o de la playa naturistas, tal vez sea el primero en ruborizarse si nota que alguien le está mirando insistentemente.

    Como indica Gershen Kaufman (Psicología de la vergüenza), «Tener vergüenza es sentirse intrínsecamente malo, fundamentalmente feo como persona». Por regla general, pasa menos vergüenza quien está conforme consigo mismo y con su situación que el individuo inseguro, narcisista, ambicioso e insatisfecho que necesita el reconocimiento exterior para dar valor a su persona y a sus actos. Tras la máscara de la desinhibición y del descaro se esconden a veces muchos complejos. De ahí que una adecuada educación para la libertad y para el crecimiento personal no deba buscar como objetivo la erradicación de la vergüenza como tal, sino el reforzamiento de la personalidad. No es menos maduro el que se sonroja cuando comete un fallo, sino el que lo tapa para que los demás no se den cuenta.

    Prueba del buen papel adjudicado a la vergüenza es que uno de los insultos más descalificadores del castellano sea precisamente el de «sinvergüenza». Al aplicárselo a alguien – que ‘ha perdido la vergüenza’, literalmente- estamos juzgando un talante moral, una conducta reprobable, una forma de ser indigna. No en vano ya en el siglo IV a.C. el filósofo chino Meng Zi, discípulo de Confucio, consideraba que en el corazón del hombre hay cuatro tendencias naturales que le inclinan al buen camino: el de compasión, el de respeto, el de la distinción entre lo bueno y lo malo y el de la vergüenza. La suma de los cuatro, adecuadamente cultivada, era lo que daba lugar a la rectitud y a la sabiduría.


    La cita

    «El sentimiento de vergüenza está en la base de la civilización occidental» (Bruno Bettelheim)

    Reflexiones

    «Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto» (Georg Cristoph Lichtenberg)

    «El hombre bueno tiene vergüenza hasta delante de un perro» (Antón Chéjov)

    «La vergüenza viene en ayuda de los hombres o los envilece» (Hesiodo)

    Publicado en la sección \'Relaciones humanas\' de El Correo, 7.9.05, en El Norte de Castilla, 9.9.05, y en Sur, 12.9.05

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