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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Los caminos de la reconciliación

    Publicado en la sección 'Relaciones humanas' de El Correo, 15.6.05



    Raro es el mes en que no nos llega la noticia de alguna solemne ceremonia de reconciliación entre países o culturas históricamente enemistadas. Si unas veces los viejos vencedores piden perdón a los antiguos vencidos, otras son las banderas invasoras las que se abrazan con las de quienes un día fueron sojuzgados, y otras, en fin, una alta institución pide excusas a los en otro tiempo perseguidos por ella. No hay que dudar de las buenas intenciones que inspiran a los promotores de estas iniciativas. Aunque pedir perdón simbólico se haya convertido en una moda protocolaria a menudo sin más efectos prácticos que el mero gesto de etiqueta, es evidente que también encierra unos valores dignos de tenerse en cuenta. La reconciliación representa el triunfo de la paz sobre la guerra, de la fraternidad sobre la discordia, del diálogo sobre la incomunicación.

    Dicho así parece sencillo. A primera vista da la impresión de que todos los agravios y los desencuentros pueden resolverse al cabo de cierto tiempo con el solo procedimiento de invocar la palabra reconciliación, como si ésta consistiera en el retorno automático a la situación previa al conflicto. Parece que bastase con tender la mano propia y estrechar la ajena o con proferir unas fórmulas de disculpa o de perdón, para que por arte de birlibirloque quedaran reparados para siempre los daños causados o padecidos.

    Cuando recientemente el canciller alemán Gerard Schröeder y el presidente ruso Vladimir Putin celebraron la reconciliación de sus respectivos países 60 años después de la II Guerra Mundial, ambos manifestaron su entusiasmo por el hecho de que unos viejos enemigos en la contienda hubieran sido «capaces de convertirse en amigos, compañeros y buenos vecinos». Cometían un ligero error de apreciación. Los amigos de ahora no eran los contrincantes de tiempo atrás, sino sus hijos o sus nietos. Éstos bien podían estar en condiciones de hacer las paces puesto que no habían sufrido la guerra en sus carnes. Así ocurre con muchos otros actos de reparación histórica: deben pasar décadas, si no siglos, hasta que los sucesores de los enemistados sellen el acuerdo de paz.

    La reconciliación auténtica, la que se da entre dos personas o partes directamente dañadas por la otra parte, la que supone renunciar a la venganza y a la petición de cuentas, es más complicada que la simple catarsis colectiva de unos pueblos a los que el tiempo ya ha pacificado sin necesidad de forzar gestos de acercamiento. Según el diccionario de María Moliner, reconciliar es «volver a tener buenas relaciones dos personas que estaban enemistadas o enfadadas entre sí». Esa vuelta a un estado anterior como si no hubiera pasado nada exige de los enfrentados un cierto coraje moral, una voluntad firme de reparación de daños y una complicada combinación de memoria y olvido que no siempre es posible dosificar.

    Muchas querellas enquistadas durante años provienen de un litigio de orden menor que ha ido envenenándose de resentimiento y malestar a lo largo del tiempo. Hermanos que no se dirigen la palabra a causa de una remota discusión, compañeros de trabajo distanciados a perpetuidad por un quítame allá esas pajas, ex cónyuges entregados a la concienzuda e inútil tarea de sacarse trapos sucios, son muchas las situaciones en las que la causa originaria pesa menos que el empecinamiento en la discordia. Abundan los casos en que, preguntados por el motivo de su desavenencia, los distanciados admiten haberlo olvidado: lo que importa es el orgullo acumulado, que impide desandar ese largo camino de resentimientos.

    Marcel Reich-Ranicki, uno de los críticos literarios más reputados e inclementes de Europa, confesaba hace poco que le gustaría reconciliarse con los escritores cuya enemistad se ha ido granjeando tras largos años de profesión: «Sólo se vive una vez -decía sabiamente- y permitir que una pelea dure toda una vida es siempre una completa idiotez». Lo que ni siquiera insinuaba era cómo iba a dar el paso para conseguirlo. Se limitaba a asegurar que no rechazaría a quien le viniera tendiendo la mano. Parece una regla general el hecho de que la mayoría de los individuos envenenados por el rencor mutuo estarían dispuestos a reconciliarse siempre que el primer paso fuera dado por el otro.

    Cuando se ha sufrido mucho, como ocurre en los casos de víctimas de persecuciones, torturas o atentados, la reconciliación no puede plantearse como un simple «borrón y cuenta nueva». No es posible pasar página como si nada hubiera ocurrido, y tampoco puede exigírseles a los enemistados que se coloquen en plano de igualdad porque es diferente la situación de las víctimas y de los victimarios. La reconciliación requiere entonces unas técnicas y unos mediadores que ayuden a gestionar su proceso, casi siempre lento y accidentado. Muchos expertos en conflictos recomiendan huir tanto de la precipitación -que procura falsas y contraproducentes pacificaciones- como del idealismo: lo que hay que cortar es la espiral de violencia, de silencio, de incomprensión en que están sumidos los opuestos, pero no de obligarles a olvidar, a simular o a falsificar la realidad.

    Algunos han definido la reconciliación como un espacio a medio camino entre el perdón y la venganza, donde no se puede exigir a nadie que renuncie a la memoria de sus agravios, pero sí facilitarle que exprese su pena, su dolor, su ira si fuera preciso. Porque lo que más predispone a las víctimas (tanto da que sean reales o imaginarias) a la reconciliación es saber que son escuchadas y sentirse objeto de la empatía ajena.

    José María Romera
    15 junio 2005

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