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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    La obligación de estar sanos



    Los asuntos de la salud siempre han preocupado a los humanos, pero nunca en grado tan elevado como ahora. Antiguamente la enfermedad era recibida con más resignación o más entereza y, aunque se buscaran remedios para hacerle frente, era considerada un contratiempo no menos natural que las tormentas o las crecidas de los ríos. La pérdida de facultades físicas debida al paso de la edad no se vivía como una tragedia, sino como una etapa más del ciclo vital, con sus ventajas y sus inconvenientes. Es curioso que, viviendo mucho más y mejor que nadie haya podido vivir antes, gozando de unas condiciones higiénicas y de unos recursos médicos y asistenciales inimaginables unas décadas atrás, nuestra preocupación por la salud haya crecido sin embargo hasta el límite de la obsesión.

    Estar sano ¿es un deseo o una obligación? ¿Vivimos nuestra relación con la salud como un ansia de mejora derivada de una innata tendencia a la felicidad y al placer, o se trata de un imperativo social que nos conmina a cuidar del cuerpo para cumplir un deber de ciudadanía? Seguramente hay algo de ambas cosas. El bienestar –recuerda Pascal Bruckner en La euforia perpetua- se ha convertido en eslogan publicitario, en presión, en exigencia continua. Así como hay que ser felices por decreto, hemos de hacer vida saludable no ya para obtener los beneficios que derivan de un organismo en buen estado, sino para no sufrir la reprobación social que recae sobre el fumador, el obeso o el sedentario.


    Ilustración de Martín Olmos

    Esta es una parte del mensaje pregonado por doquier: quienes juegan con su salud están poniendo en riesgo la vida de otros (por obligarles a sufrir el humo de segunda mano, por someterlos al riesgo de contagio, por distraerse hablando por teléfono mientras conducen) y dilapidando unos recursos sanitarios públicos que pueden acabar agotándose a causa de la sangría a que los someten tantos enfermos llegados a su estado por no observar unos hábitos saludables. Los cánones de belleza física propagados por las industrias del consumo –las de moda, las de cosméticos, las de productos alimenticios- se alían con los decretos aparentemente morales de unos estados protectores que velan por nuestra felicidad al tiempo que favorecen a otros sectores comerciales –las compañías de seguros, las empresas farmacéuticas, las marcas de ropa deportiva-.

    Al discurso enaltecedor de la diosa Salud emitido por los poderes corresponden los ciudadanos-consumidores con una actitud de exigencia desmedida de soluciones sanitarias para todos los males, desde las más insignificante jaqueca hasta la enfermedad incurable a la que la ciencia aún no ha encontrado remedio. En La muerte de la medicina con rostro humano, publicado a finales del siglo XX, el epidemiólogo Petr Skrabanek advertía de los peligros del culto a la salud, tanto en lo que conlleva de explotación con fines mercantiles y profesionales –y también políticos- como en sus consecuencias en la implantación de unos estilos de vida, especialmente en los países de ideología médica anglo-americana. En la medida que la «medicina coercitiva» multiplica sus mensajes admonitorios, tanto más crecen las demandas del paciente-cliente insatisfecho que invoca sus derechos a ser atendido, y más cuando esa atención pasa a manos de entidades privadas que la convierten en un género de lujo.

    La medicalización de la sociedad y de los sujetos conduce a entender la salud no como un estado de bienestar físico o mental sino como un artículo de consumo. Pero en la lógica del consumo las expectativas del consumidor son ilimitadas; por tanto, también en el terreno de la medicina es el individuo quien decide cuáles son sus necesidades –sus enfermedades-. Pequeños trastornos pasajeros que antes se solucionaban con el reposo, una ligera dieta y cierta moderación en los hábitos de vida, conducen ahora hasta la farmacia donde proveerse de unas píldoras para la curación inmediata. Más lejos todavía, el concepto de enfermedad se ha ido extendiendo, expresa o tácitamente, hasta abarcar circunstancias o estados biológicos completamente naturales, desde el embarazo hasta la alopecia, desde el abatimiento causado por un avatar vital doloroso hasta el acné juvenil o incluso el tamaño de las orejas, para el que no pocos hombres y mujeres reclaman tratamiento quirúrgico del mismo rango que un ataque de apendicitis.

    Prevenir es mejor que curar, y mejor todavía que lamentar. Pero la sobrevaloración de la idea preventiva de la medicina ha ido generando un estado de alerta permanente, de sospecha y de hipocondría legitimadas por el progreso. No se trata sólo de la obsesión por los alimentos sanos, las dietas, el ejercicio físico y la higiene desaforada. Es que en muchos casos la propia medicina (tanto la oficial como la llamadas «alternativas», aunque estas últimas son las principales beneficiarias) transmite la engañosa idea de que toda perturbación o anomalía es enfermedad, cuando no culpabiliza al «enfermo» por criar sobrepeso, por inhalar humo, por pasar horas ante el televisor o por comer dulces y grasas.

    Aparte de allanar el terreno a todas las supercherías que invaden el mercado de la salud con remedios mágicos, la medicalización ha contribuido a crear nuevas enfermedades allá donde no las había o donde al menos no adquirían la alarmante proporción que han alcanzado en nuestro tiempo. En muy buena medida, los trastornos alimentarios y todo el cortejo de problemas psíquicos que les acompañan guardan una estrecha relación con el culto a la salud. Un círculo vicioso al que todos (desde los ciudadanos hasta los profesionales, desde la industria hasta las administraciones) contribuimos en mayor o menor medida.

    La cita

    «El que promete dudosa salud al afligido, se la niega» (Séneca)

    Reflexiones

    «Los remedios de las mayores enfermedades no se hallan siempre en las farmacias» (Giacomo Casanova)

    «Antes que al médico llama a tu amigo» (Pitágoras)

    «La mejor salud es no sentir la salud» (Jules Renard)

    Publicado en El Correo, 23.11.05


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