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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    ©2002 romera

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    Una infancia continua

    La infantilización de la sociedad



    El sueño de la eterna juventud asociado con el miedo a crecer siempre ha acompañado a las generaciones de hombres y mujeres. Pero esa pasión inútil venía contrarrestada por otras fuerzas tales como el sentido de la responsabilidad, el compromiso o la aventura de desarrollarse libremente y la conciencia del paso del tiempo. De ahí derivaba la construcción de un relato vital estructurado en la sucesión de edades: a cada edad le correspondía un papel, una manera de estar, un estilo diferenciado de relación con el mundo. Madurar no consistía en envejecer, sino en acompasar el paso adecuándolo a las distintas condiciones de cada tramo vital.

    Da la impresión de que hoy son pocos los que se resignan a admitir esta ley. Una gran cantidad de personas adultas vive en permanente desavenencia con su edad. El fenómeno más visible es el del «adultescente» que demora hasta la treintena el momento de su emancipación, y permanece en la casa paterna jugando a la ambivalencia: por un lado, actúa con la libertad propia del adulto que se guía por su propio criterio; por otro, solicita la protección de los padres y exige de éstos cobijo y atención. Pero abunda también el maduro -desde los cuarentones hasta los situados en la tercera edad- que reclama un supuesto derecho a desandar lo andado, a retornar a usos y actitudes propias de etapas anteriores de su desarrollo. Quiere ser joven, o incluso niño.

    Esta es la parte positiva de la cuestión: cultivamos hábitos saludables, hacemos más deporte, reconquistamos el ocio y el juego y quitamos solemnidad a unos comportamientos donde empiezan a revalorizarse la alegría, el entretenimiento y un punto de sana superficialidad frente a la avinagrada pesantez que caracterizaba a la clásica figura de los mayores. Un aire de alegre frescura recorre nuestra existencia haciéndola más desdramatizada y menos sombría, liberándola de parte de esa sobrecarga de obligaciones impuesta por viejos convencionalismos. No por el hecho de crecer en edad hemos de cargar con más pesos de los necesarios.



    Pero al mismo tiempo la fobia a la edad genera inmadurez social e individual. Se trata de mantenerse en el estado del «puer aeternus», del niño eterno que señaló Jung, del Peter Pan dominado por el miedo a crecer. Así como antiguamente el sujeto adulto expresaba su condición de tal despojándose de los atributos de la inmadurez, ahora se trata no sólo de conservarlos, sino de exhibirlos con ostentación. Hay que mostrarse despreocupado, volátil, irresponsable, como esos modelos servidos por el discurso publicitario: madres que comparten la ropa con sus hijas quinceañeras o patéticos padres entregados al frenesí de unos videojuegos para niños.

    Vivimos rodeados de signos que ponen de relieve esta confusión de edades. Los símbolos representativos de entidades ‘serias’ como bancos y grandes industrias adoptan la forma de mascotas de peluche. En los cines, mayores y pequeños comparten cola para ver la última película de Harry Potter, todos surtidos de las mismas palomitas e iguales vasos de refresco. En la Internet, los códigos dominantes en foros y chats adoptan formas desenfadadas y propias de los argots juveniles, y lo mismo podría decirse de la moda en el vestir y de las preferencias en el mundo del entretenimiento. No crecer, divertirse, reducirse a lo más simple, navegar en la superficialidad, alejar cualquier forma de compromiso: he aquí las consignas de la sociedad infantilizada.

    Pero no ocurre sólo con los signos externos, al fin y al cabo meras apariencias. La puerilidad penetra también en la esencia de comportamientos humanos más determinantes, como los referidos a los sentimientos y a las ideas. Si en estas últimas la posmodernidad ha huido de las ideologías pesadas para moverse entre ideas simplificadoras y relativas, en el terreno de las relaciones personales predominan los encuentros breves, las «relaciones de bolsillo» -como las ha denominado Zygmunt Bauman en su reciente libro ‘Amor líquido’- alejadas de cualquier compromiso. Ya ni siquiera es el deseo quien señala los objetos de atracción a los que dirigimos nuestro empeño, sino algo más liviano como «las ganas», representación de un impulso desprovisto de consecuencias. Como los bebés, nos guiamos por el principio de «me gusta, no me gusta», por el capricho más que por la pasión. No invertimos en sentimientos, sino en emociones; no en ideas, sino en sensaciones.



    Seres inestables en un entorno inestable, rechazamos el aprendizaje, la adquisición de hábitos, las decisiones que implican renuncias, los actos de madurez, en fin. Todo se mide en el corto plazo, con la medida de la satisfacción inmediata. Somos niños que cambian de pareja al menor indicio de aburrimiento igual que se cambia de juguete (¿qué no es juguete hoy en día?) cuando deja de entretenernos. En realidad no deseamos ser niños para mantenernos a distancia de la vejez y de la muerte, sino para inventar una edad fuera del tiempo, es decir, fuera de las pejigueras. Una edad lo más parecida posible al inocente tiempo de recreo en el patio del colegio.



    La cita

    «Buscamos la felicidad pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo confusamente que tienen una» (Voltaire)



    Reflexiones

    «Llega una edad en que uno ya no piensa en sí, sólo piensa en salir de sí» (Marcel Proust)

    «Envejecer es retirarse gradualmente de la apariencia» (Goethe)

    «El hombre es un niño eterno que, mediada su vida, comete la puerilidad de jugar a ser adulto» (Tristan Bernard)

    Publicado en El Correo, 30.11.05, El Norte de Castilla, 1.12.05, y Sur, 5.12.05.



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