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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Ser agradecidos





    Hay una forma de gratitud que se nutre de nuestro sentido de la justicia. Ésta nos dice que debemos agradecer los favores o los regalos para mantener el orden en las relaciones humanas. Entendido así, agradecer es reintegrar algo, zanjar una deuda, abonar un servicio. Pero la pretensión de equilibrio desvirtúa el sentido de la buena gratitud, puesto que ésta no consiste en corresponder con la misma moneda, sino en manifestar sinceramente el reconocimiento del bien recibido. Nada hay más postizo y grotesco que esas competiciones de favores mutuos en las que donadores y agraciados parecen tasar al milímetro el precio de sus obsequios y no quedan tranquilos hasta asegurarse de que han pagado el precio exacto por el bien recibido del otro.

    La gratitud de verdad huye de los formulismos para echar raíces en el campo del sentimiento. Así como el favor más valioso es el que se presta desinteresadamente, también la mejor manera de corresponder es la que, ajena a mediciones y a compromisos, se expresa en afecto. Ni los hijos han de pagar a los padres el dinero que éstos han invertido en su alimentación o en sus estudios, ni quien recibe el regalo de una cesta navideña ha de echarse ipso facto a la calle para ir a encargar otra lo más semejante posible con la que corresponder a la que le ha llegado. Pero incurre en ingratitud quien no devuelve al menos una palabra de estima.

    Suele suceder que aquellos que acostumbran a llevar la cuenta de los favores dados o recibidos tienen también la mala costumbre de anotar los agravios; no actúan por cortesía ni de buena fe, sino como implacables justicieros. Su aparente sentido de la gratitud responde en realidad a un instinto de canje, de trueque, de compra-venta. Y, más frecuentemente todavía, tienden a tener presentes los favores que hicieron antes que los recibidos, tal como observó Goethe: «Si nos topamos con alguien que nos debe gratitud, en seguida lo recordamos. ¡Cuán a menudo, en cambio, podemos encontrarnos con alguien a quien nosotros se la debemos y ni pensamos en ello!».



    Pero la condición previa para el desarrollo de la gratitud es la disposición positiva hacia las cosas y las personas que nos rodean. Dice Daniel Defoe en ‘Robinson Crusoe’ que «nuestro descontento por aquello de lo que carecemos procede de nuestra falta de aprecio por lo que tenemos». Difícilmente podremos dar gracias por algo que no valoramos, o reconocer la entrega de otras personas cuando egoístamente las consideramos puestas ahí para prestarnos un servicio. La insatisfacción crónica del individuo contemporáneo le priva del goce de las cosas pequeñas y le incapacita para apreciar los bienes que otros ponen a nuestras disposición. En su libro La ingratitud (Anagrama), Alain Finkielkraut llamaba la atención sobre la pérdida de lo que se podría llamar «la fidelidad hacia lo heredado» como fenómeno histórico propio de nuestro tiempo, una carencia que nos impide reconocernos herederos de generaciones sacrificadas en aras de ideales cuyas consecuencias positivas disfrutamos como si hubieran venido del cielo.

    Un suerte de mezquindad de época preside hoy muchos ámbitos de relación: desde el hogar donde los cónyuges no conceden importancia a las tareas de su pareja y los hijos consideran que las obligaciones de sus padres para con ellos no tienen límite, hasta la arena política en la que una especie de ceguera deliberada impide reconocer los aciertos de predecesores o contrincantes. En el trabajo, las personas serviciales son objeto de sospecha («Algo estará buscando») o de altivo desdén («es un infeliz que sólo quiere caer bien»). Muchas veces estas reacciones de incomprensión e ingratitud son debidas a la «imposibilidad de pagar», en palabras de Balzac. Otras veces los obstáculos están interpuestos por el orgullo o por la vanidad. Y otras, tal vez las más, son el resultado de una desmedida conciencia de nuestros derechos asociada con el menosprecio de los esfuerzos de los demás.


    Quien es incapaz de dar es también incapaz de recibir dignamente. Por eso el egoísta encuentra defectos en todo y quita valor a la obra de los otros, y más si éstos lo han hecho en beneficio de él. Pues, junto a su consideración ética como valor moral, la gratitud tiene mucho de cualidad intelectual. Podría decirse que hay un «gratitud» inteligente, la de aquellas personas dotadas del don de alegrarse por los bienes que les rodean, así como de celebrar afirmativamente el lado bondadoso de los demás. El agradecido siempre está más abierto al descubrimiento que el ingrato, de natural receloso y hermético. Al agradecer las cosas que nos han sido dadas -desde la vida hasta el pequeño gesto de urbanidad, desde la gran obra de arte hasta la más leve sonrisa- nos colocamos, en fin, en disposición de seguir siendo beneficiarios de nuevos favores.


    La cita

    «Los hombres no sólo tienden a perder el recuerdo de los beneficios y las injurias, sino que odian a sus benefactores y dejan de odiar a quienes les ofendieron» (La Rochefoucauld)

    Reflexiones

    «La ingratitud es hija de la soberbia» (Cervantes)

    «Sólo un exceso es recomendable: el exceso de gratitud» (Jean de la Bruyère)

    «Hay tres clases de ingratos: lo que se callan el favor, los que lo cobran y los que lo vengan» (Santiago Ramón y Cajal)

    Publicado en El Correo, 16.11.05, y Sur, 21.11.05

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