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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    El aprendizaje de la espera


    Nuestra época está marcada por el signo de la impaciencia; todo está presidido por el 'ya' de la prisa, una nueva diosa a la que rendimos culto incondicional



    El que espera, desespera. No por viejo ha perdido su vigencia este refrán. Antes al contrario, se ha convertido en emblema de una vida moderna que exige soluciones inmediatas, respuestas automáticas y resultados directos, que no soporta aguardar unos minutos en la parada del autobús y para la cual es delito una demora de pocas semanas en las listas de asistencia médica. Nuestra época está marcada por el signo de la impaciencia, tanto en los asuntos trascendentales como en las pequeñas rutinas cotidianas. Todo viene presidido por el «ya» de la prisa, nueva diosa a la que rendimos culto incondicional.

    Prosperan los comercios de comida rápida y las empresas de entrega inmediata a domicilio, las lavanderías que ofrecen secados en el acto, las ofertas de fotografía al minuto, los microprocesadores de más megaherzios y los sistemas de navegación vertiginosa por la internet. El mando a distancia del televisor nos permite combatir los tediosos tiempos muertos de espera publicitaria, y gracias al teléfono móvil podemos comunicar al instante con personas a las que de otro modo tendríamos que localizar horas más tarde en su hogar o en el lugar de trabajo. ¿Cómo, entonces, resignarse a esperar cuando parece que todo puede dársenos hecho en el momento?

    Pero la impaciencia, atributo elogiado en los emprendedores, valor cotizado en el mercado de las urgencias, es más fuente de problemas que de buenos resultados. Siempre habrá procesos que requieran su tiempo por mucho que tratemos de acelerarlos. Oponerse a esa ley que adjudica a cada cosa su propio compás no conduce sino a la exasperación. Muchos psicólogos sostienen que la creciente intolerancia a la frustración detectada en jóvenes y adolescentes guarda una relación directa con la cultura de la impaciencia, del éxito fácil y del resultado inmediato. Son frecuentes los casos de TDA (trastorno de déficit de atención) tratados por los especialistas donde influyen de forma determinante los hábitos de anticipación, de incapacidad para proyectar el futuro, como si los afectados sólo conocieran la medida del tiempo presente.


    Ilustración de Martín Olmos

    Una de las teorías psiquiátricas sobre la impaciencia asocia ésta con el pensamiento mágico infantil según el cual la sola ideación de una cosa la convierte en real: lo quiero, luego lo tengo; puedo hacer aparecer y desaparecer a las personas y los objetos, fantasea el niño. El ser inmaduro que no ha salido totalmente de ese estado reclama de la realidad algo que no puede concederle, y al enfrentarse a ese desajuste experimenta una dolorosa sensación de ansiedad, de angustia o de impotencia. En vez de aprender a esperar, su interior genera hostilidad contra el mundo y contra los otros, vistos como supuestos agentes de un desorden que no siempre es tal. Pues sí cabe hacer reproches a la persona impuntual en una cita que nos hace perder nuestro tiempo, pero es absurdo culpar al maquinista del retraso de un tren que llega tarde porque ha sufrido una avería.

    El hombre medieval, acostumbrado a leer libros manuscritos y a ver alzarse catedrales cuya construcción ocupaba a varias generaciones, vivía ajeno a la presión de las prisas. Y sin embargo, su esperanza de vida era notablemente más corta que la del ser humano de hoy. Disponiendo de mucho menos tiempo vital, trabajaba con más parsimonia. Esta aparente paradoja se explica si tenemos en cuenta que la lentitud, hoy devaluada, era una garantía de buena ejecución en la obras y de seguridad en los resultados. Pero también la mente que sabe desterrar la impaciencia, los ojos que aprenden a detenerse en la contemplación de la hierba que crece resistiéndose a la ley de la acción por la acción acaban descubriendo que ser paciente es sumamente rentable. Los grandes éxitos individuales (en el estudio, en el trabajo, en el crecimiento personal) y colectivos (en el progreso económico, en las mejoras sociales, en las transformaciones históricas) se van logrando lentamente, sin pócimas maravillosas ni golpes súbitos de fortuna.

    Pero no resulta fácil cultivar la calma en medio del frenesí. La agitación que impera en nuestro tiempo deja poco espacio a la reflexión y al sosiego. Esperar es casi un acto heroico cuando las relaciones tienden a ser efímeras y la conducta más frecuente ante el rechazo o el fracaso es el abandono a las primeras de cambio. Sólo en la medida que nos reconciliemos con la duración propia de cada cosa podremos obtener de ella el máximo beneficio, y cuanto más cedamos a la impaciencia tanto mayores serán nuestras probabilidades de caer en el estrés y la frustración. Y es que lo malo de las prisas, decía Chesterton, es que llevan demasiado tiempo.




    La cita

    «Una pequeña impaciencia puede arruinar un gran proyecto» (Confucio)

    Reflexiones

    «Los que emplean mal su tiempo son los primeros en quejarse de su brevedad» (Jean de la Bruyère)

    «La impaciencia es vicio del demonio» (Francisco de Quevedo)

    «Cuántas posibles dichas se sacrifican por la impaciencia de obtener un placer inmediato» (Marcel Proust)

    Publicado en El Correo, 21.9.05, El Norte de Castilla,23.9.05, y Sur, 26.9.05

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