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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Esclavos de las costumbres


    La mayoría de los individuos actuamos casi siempre al dictado de los hábitos, pero no tanto por utilidad como por pereza o por miedo



    En muchas de las actividades humanas, el mejor aliado del éxito es la costumbre. El atleta que salta con la pértiga tiene que haber practicado una y mil veces los mismos movimientos para adquirir una técnica que acabe siéndole natural y así superar el listón lo más alto posible. De la misma manera, el adiestramiento en ciertos hábitos otorga oficio al artesano, destreza al operario y soltura al prestidigitador. También en lo cotidiano las costumbres adquiridas ayudan a dar respuestas al medio y a ejercer una gran cantidad de funciones que nos facilitan las cosas, sea caminar, asearnos o conducir un vehículo, sea usar fórmulas de cortesía en la conversación.

    El filósofo David Hume estimaba que la costumbre es «la gran guía de la vida humana» y que sin su influencia «nunca sabríamos cómo ajustar los medios a los fines, ni cómo emplear nuestros poderes naturales en la producción de ningún efecto». Buena parte de la instrucción impartida en los centros de enseñanza se ha basado y se basa en estos principios, de comprobada eficacia para la adquisición de capacidades procedimentales para las que se precisa la repetición casi mecánica de actos o de operaciones lógicas. Bien por efecto de la educación o bien por adquisición inconsciente, el hecho cierto es que somos un manojo de hábitos y sin ellos nos sentiríamos como náufragos arrojados a un medio hostil y sin recursos para sobrevivir en él.

    Pero esas costumbres que vienen en nuestra ayuda pueden acabar también empequeñeciéndonos, mecanizándonos, convirtiéndonos en autómatas con respuestas programadas y previsibles ante todas las situaciones. La fuerza de la costumbre coarta nuestra libertad cuando, presos de convenciones y pautas sociales prefijadas, nos impone determinados comportamientos. Se cuenta que una vez Pío Baroja, con motivo de un acto solemne en el que recibía una distinción, le preguntaron sobre la fórmula protocolaria de su preferencia: «Y usted, ¿jura o promete?». «Yo, lo que sea costumbre», respondió el escritor no sin sarcasmo, consciente del peso que las normas impuestas ejercen en una sociedad sin libertades, pero también de cómo esas costumbres sirven para ayuda para salir del paso a cambio de anularnos.


    Ilustración de Martín Olmos

    Hay que reconocer que la mayoría de los individuos actuamos casi siempre al dictado de nuestros hábitos, pero no tanto por utilidad como por pereza y por miedo. Los tópicos, las ideas recibidas, los prejuicios, los tics de la tribu nos advierten que pensar por cabeza propia es arriesgado y, por si eso fuera poco, lleva mucho trabajo. Resulta más confortable no poner en duda la validez de nuestras rutinas que correr el peligro de que nos tachen de extravagantes o provocadores. Para muchos, como escribió Marcel Proust, «el placer de lo habitual es bastante más dulce que el de lo novedoso». Eso hace que tendamos a la repetición en casi todo, sin tener en cuenta la advertencia kantiana de que «las costumbres están expuestas a toda clase de corrupciones».

    Para facilitarnos la tarea, nuestra sociedad conspira sin desmayo en favor de los ritos y las costumbres repetidas. De un lado, los defensores de la tradición sacralizan las herencias del pasado conminándonos a rendirles culto como señales de identidad y aglutinantes sociales, ya sea en forma de fiestas, bailes, platos típicos o ceremonias religiosas repetidas hasta la náusea. De otro, el mercado –que en teoría aparenta ser el proveedor de novedades, el agente de los cambios- actúa conforme a lo que George Ritzer observaba como uno de los rasgos característicos de lo que dio en llamar la «McDonalización» de la sociedad: el consumo continuo de las mismas cosas, de lo previsible, de lo rutinario, de lo que nos protege de la incertidumbre. La versión actualizada del antiguo refrán: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». No es casualidad que, frente al cine experimental o al menos original, cada vez alcancen mayor éxito las películas de género, las comedias con personajes conocidos que actúan como arquetipos previsibles, a menudo imitados con alborozo por los jóvenes que copian sus gestos o registran en sus teléfonos móviles el ‘politono’ con la misma frase supuestamente graciosa.

    Pero las costumbres son cegadoras. A fuerza de repetir un movimiento grotesco, acabamos considerándolo natural e incluso elegante. «Ver lo que tenemos delante de nuestras narices», advertía George Orwell, «requiere una lucha constante». Cuando nos familiarizamos con algo sin someterlo de vez en cuando a una revisión crítica corremos el riesgo de porfiar en el error, porque la costumbre crea alrededor de todas las cosas una especie de costra que las salvaguarda de la crítica. Romper las rutinas, descreer de las ideas heredadas, aventurarse al cambio y a la novedad, cambiar de puntos de vista, cultivar la capacidad de sorprenderse, observarse a uno mismo con ojos distintos, tratar de desaprender lo sabido para descubrir lo inédito, son algunos de los antídotos contra el veneno de la costumbre. De la mala costumbre.


    La cita

    «La única costumbre que hay que inculcar a los niños es que no se sometan a ninguna» (Jean Jacques Rousseau)

    Reflexiones

    «La peor tiranía es la de los hábitos» (Publio Siro)

    «A menudo los vicios tienen más de costumbre que de pasión» (Antoine de Rivarol)

    «La buenas costumbres se pierden con más facilidad que las malas» (W. Somerset Maugham)

    Publicado en El Correo, 5.10.05, y El Norte de Castilla, 7.10.05.

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