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Cuando sopla el bochorno
En el año 1997, un viajero de avión estadounidense presentó ante los tribunales una singular demanda contra la compañía Air France. No se quejaba del retraso en un vuelo, ni de la pérdida de su equipaje ni de la mala calidad del servicio. El motivo de su querella era algo peor: el mal trago que la tripulación le había hecho pasar cuando abrió por la fuerza la puerta del lavabo donde él se encontraba. Un defecto en los mecanismos de alarma hizo pensar a los empleados que se había encerrado para burlar la prohibición de fumar. Pero no era así: el viajero estaba haciendo tranquilamente sus necesidades. Al verse sorprendido en tan indecorosa postura su primera reacción fue de miedo, pero de inmediato pasó al rubor y de ahí a un mezcla de malestar e indignación. Era lo que llamamos comúnmente el «bochorno».
Como el viento del que recibe su nombre, el bochorno es sofocante, molesto e inevitable. Llega de afuera muchas veces de forma inopinada, causado por una fuente imprevista, provocando una aguda sensación de incomodidad. No es exactamente la vergüenza: ésta nos acomete cuando hacemos algo de lo que somos responsables, o cuando con motivo o sin él experimentamos cierta culpa por nuestros actos. El bochorno, por el contrario, suele estar originado por un agente externo que repentinamente nos coloca en una posición embarazosa, delicada, comprometida o ridícula.
Una de las situaciones de bochorno más frecuentes es la que se produce cuando vamos acompañados de alguien cuyo proceder rompe la norma establecida, que «da la nota» con sus palabras o llama la atención con su comportamiento. En teoría, es asunto suyo que no nos debería incumbir. No somos responsables de que otros, por próximos que nos sean, incurran en salidas de tono o en acciones vergonzosas. Pero sentimos que nos ponen en evidencia. La vergüenza es de ellos; sin embargo hay algo que nos involucra en su conducta, como si en cierto modo tuviéramos que excusarnos por ella o pagar con nuestra humillación el precio de algo que no hemos hecho. Por eso la llamamos «vergüenza ajena»: ajena la culpa, pero propio el sentimiento. Curiosamente, en la mayoría de situaciones en que pagamos el alipori o la vergüenza ajena sucede que el causante de ese bochorno nuestro permanece indiferente a las consecuencias de su acción. Es como si tuviéramos que cargar con el doble castigo de su inconsciencia y de la mirada reprobatoria ajena.
El bochorno es a menudo peor que la vergüenza porque ésta al menos nos coloca ante el espejo para hacernos conscientes de los límites que hemos sobrepasado. Gracias a ella podemos rectificar, presentar excusas o enmendar los errores de los que nos avergonzamos. El bochorno causado por otros, en cambio, no tiene reparación posible ni siquiera cuando pedimos disculpas en su nombre. En realidad, el solo hecho de pedirlas hace que nos sintamos todavía más abochornados. Por eso los estudiosos que se han ocupado de estas reacciones hablan de estados de «ofuscación» y de «desconcierto» en quienes las padecen.
Otras veces el bochorno deriva de acciones ajenas que, aunque no nos envuelvan en la responsabilidad, nos afectan negativamente por diversos motivos. Los programas de televisión de «cámara oculta» han explotado hasta la saciedad esta flaqueza a la que casi nadie escapa, por firme que sea su carácter y grande su frialdad ante los acontecimientos. Ocurre cuando nos vemos desbordados por unas circunstancias que nos ridiculizan o nos muestran debilitados, cuando parece que –como el aturdido pasajero del avión- el azar nos somete a un deshonor momentáneo pero indominable, cuando nos vemos en el epicentro de una especie de sacudida social sin comerlo ni beberlo, impotentes y frágiles.
La intensa incomodidad del bochorno no sólo está causada por agentes negativos. Tan embarazoso puede ser el resbalón que nos arroja al suelo en mitad de la calle como los elogios y cumplidos que nos dedican tras un éxito personal. En ambos casos hay algo que nos sobrepasa, como explica Stuart Walton en el capítulo dedicado al bochorno en su libro ‘Humanidad. Una historia de las emociones’ (Ed. Taurus). Algo que nos sitúa en el blanco de las miradas ajenas, que nos somete al escrutinio externo, que nos pilla desprevenidos y nos deja impotentes y desarmados.
Hay quienes consideran que las raíces del bochorno se encuentran en el perfeccionismo. El deseo de hacer las cosas bien, de sentirse en un mundo gobernado por el orden y la armonía, provoca que los errores y las anomalías, del tipo que sean –la falta de modales en la mesa o una ventosidad involuntaria, el pitido del detector en el hipermercado a nuestro paso o el descubrimiento de una mancha en el vestido- provoquen una reacción emocional negativa al ver que ese orden ha sido alterado. Tal vez sea así. En cualquier caso, acarrea una sensación de pérdida de seguridad y de autoestima, un deseo de esfumarse, de hacerse invisible, una amarga hostilidad contra uno mismo y contra el mundo. Al igual que el viento del este, el bochorno es transitorio, pero cuando nos sorprende puede desatar aparatosas tormentas interiores.
Publicado en la sección 'Relaciones humanas' de El Correo, 7.12.05, en El Norte de Castilla, 9.12.05, y Sur, 13.12.05
La cita
«El bochorno: bella palabra para el aire caliente, y para lo que ofende, molesta o avergüenza» (Eduardo Haro Tecglen)
Reflexiones
«Si me sonrojo de tener miedo, tengo miedo de sonrojarme» (Paul Valéry)
«El bochorno puede ser la prueba de un avance del civismo en el hombre» (Stuart Walton)
«El honor es una conciencia que no se ve» (William Shakespeare)
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