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{ Bitácora de José María Romera. Artículos de prensa y otros escritos }

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    Tempestad en el barrio




    La oleada de violencia urbana en los barrios parisienses y en otras localidades francesas ha vuelto a enfrentarnos con el rostro más áspero de nuestras ciudades, transformadas en junglas hostiles donde acechan los peores fantasmas de la vida en común: el rechazo mutuo, la marginación y el resentimiento. Aunque son muchos los factores sociales, culturales y económicos presentes en un fenómeno que no por extendido puede ser interpretado en toda su complejidad, no cabe duda de que su cruda irrupción está vinculada en mayor o menor grado con la configuración de las urbes modernas, eso que Loïc Wacquant ('Parias urbanos') ha llamado las «ciudades partidas», dualizadas, donde la pobreza se ha ido concentrando en zonas periféricas.

    Muchos barrios de hoy en día son espacios con apariencia de calidad de vida, a veces más alta que el estándar, con servicios suficientes y bien dotados y con una personalidad urbana propia que los aleja del antiguo estereotipo de suburbio. Incluso las ciudades-dormitorio periféricas se han humanizado y ya no albergan solamente a familias jóvenes que en pocos años cambiarán de domicilio para instalarse en distritos más acomodados, sino que constituyen asentamientos de poblaciones estables con un razonable nivel de bienestar y modos de vida poco diferenciados entre unos y otros.

    Pero al mismo tiempo se consolida un tipo de ciudad de aluvión muchos de cuyos barrios se convierten en «territorios de relegación», en palabras de Wacquant: reproducciones socioespaciales de la marginalidad. Suma de espacios separados por barreras visibles –las autovías periféricas, las rondas de circunvalación, los raíles de tren- o invisibles, guetos donde se apiñan, como congregados por una extraña voz de llamada, los inmigrantes de un mismo origen o los que no han tenido oportunidades para ascender en la escala social.

    Observaba Zygmunt Bauman ('La sociedad individualizada') cómo las ciudades han dejado de ser espacios homogéneos, si es que alguna vez lo fueron. Son agregaciones de zonas cualitativamente distintas que se diferencian no sólo por el tipo de sus moradores permanentes sino también por el de los extraños de paso que los visitan o pasan por ellas. Abundan en ellas las «zonas de no ir», bien porque resultan peligrosas, bien porque ostentan signos que repelen por su extrañeza.



    Es la ciudad-archipiélago, compuesta por micro o macrocosmos que se dan la espalda unos a otros, donde perfectamente puede suceder que el residente en un barrio pase toda su vida sin visitar los museos de la ciudad o sin conocer su catedral. A fin de crear un simulacro de permeabilidad, de interrelación, la posmodernidad ha ideado puntos de contacto que actúan a modo de órganos de encuentro: los ‘malls’ o centros comerciales, los estadios de fútbol, las macrodiscotecas para jóvenes.

    Pero estos lugares no articulan relaciones ni establecen puentes de comunicación. Por una parte, suelen emplazarse en el exterior de las ciudades, como si hubieran sido proyectados con la intención centrífuga de acentuar los distanciamientos; por otra, en la medida que los barrios crecen van creando sus propios centros de este tipo, con la consecuencia de un mayor autismo de cada comunidad ensimismada en su reducto. Y ni siquiera actúan como refugios identitarios generadores de culturas definidas, puesto que son instalaciones que responden a modelos iguales para todas las partes, con los mismos luminosos de neón e incluso las mismas arquitecturas, las impuestas por el patrón consumista de la época.

    La ciudad deja de ser esponjosa y se torna rígida y desmembrada. El barrio vuelve a ser, como en los burgos del medievo, una especie de recinto amurallado que mira con recelo hacia los otros recintos que lindan con él, pero donde al final esta mirada sospechosa acaba contagiando a los propios vecinos. Aunque las revueltas en Francia se nos presenten como agitaciones con señas de identidad étnica, el hecho cierto es que están encabezadas por jóvenes de las llamadas segunda o tercera generación de inmigrantes: de hecho, son franceses en toda regla sin apenas vínculos con el país de sus abuelos. Aunque se les quiera equiparar con los actores de las revoluciones proletarias, los incendiarios de automóviles no responden al patrón del paria miserable: circulan en motocicletas, visten ropas deportivas de marca y se comunican con teléfonos móviles. Sus acciones se encuadran más en el esquema del hooligan gamberro o del miembro de una banda callejera que en el del agitador social con acusada conciencia de clase. Son, en definitiva, productos de una cultura urbana alienante, de la incertidumbre y de la insatisfacción que aquélla genera. De ahí la paradoja de que sus actos destructivos se ceben en el patrimonio privado o público de sus propias comunidades y de sus miembros, en vez de dirigirse hacia las zonas de poder ubicadas fuera de sus dominios.

    En una de sus penetrantes viñetas, el dibujante Quino dibuja a Mafalda en conversación con Susanita acerca de qué medidas adoptar para mejorar la calidad de vida de los pobres. Susanita le pregunta: «¿Para qué? Bastaría con esconderlos». En muy buena medida las ciudades que hemos heredado se han ido configurando según esta estrategia de evitación, con el objetivo de que los residentes menos gratos no perturben el paisaje. Pero el principio de la exclusión territorial (que comprende también la autoexclusión voluntaria de aquellos que privilegian la identidad del grupo sobre el bienestar y la convivencia entre diferentes) se ha revelado a la larga inoperante, y también se ha rebelado contra los mismos que se sentían protegidos por él. El barrio-refugio es ahora el espacio hostil tanto para quien lo mira desde fuera como para quien habita en él.




    La cita

    «La humanidad contemporánea habla con muchas voces y ahora sabemos que seguirá haciéndolo durante mucho tiempo» (Zygmunt Bauman)

    Reflexiones

    «Ciudad grande, soledad grande» (Estrabón)

    «Una era construye ciudades. Una hora las destruye» (Séneca)

    «El hombre levanta barreras contra sí mismo» (Rabindranath Tagore)

    Publicado en El Correo, 9.11.05

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